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Hojas sueltas

Señales de humo

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Alfredo Molano Jimeno
06 de diciembre de 2022 - 05:30 a. m.
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“Hay que desconfiar siempre un poco de toda persona que no fuma. ¡Qué otros tremendos vicios tendrá! Porque el tabaco es una delgada canal por donde salen y se dispersan en infinito nuestros instintos perversos. Fumando se torna el alma levemente cándida y azul como el humo ligero. ¿Andáis buscando por todas partes con vuestra linterna al hombre bueno y feliz? Yo sé dónde lo encontraréis”. Este escrito del poeta Luis Tejada fue publicado por El Espectador el 1° de abril de 1914 y, aunque sus referencias directas son al tabaco, sus más arriesgados biógrafos aseguran que el elogio se dirigía, veladamente, a la marihuana. A la noble hierba que provoca más suspiros que arrebatos, más reflexiones que acciones.

Las letras de Tejada se evidencian en la larga historia de la lucha contra las drogas. Una cruzada moral que se propuso erradicar de la tierra el misticismo y la contemplación, que desde el siglo VI enfiló sus lanzas contra las culturas árabes y orientales que utilizaban la marihuana con fines espirituales, medicinales, recreativos o rituales. Desde entonces hasta hoy ha corrido mucha sangre bajo el puente. En un mundo donde producir es el ideal del buen ciudadano, el marihuanero es por definición un defecto en el sistema. En tiempos de tanto frenesí, en los que los minutos son oro, no cabe una persona que se detiene a pensar, a sentir, a observar. Al sistema sólo le sirven humanos proactivos y productivos. Mano de obra incansable que no se detiene a reflexionar sobre lo que hace ni sobre el sentido de la vida, de nuestro paso en esta tierra.

De ahí que, para corregir ese defecto, la hierba noble ha cargado con el estigma de ser un agente disociador, que vuelve bobas a sus presas, para chuparles el cerebro, la voluntad y servir de puente a “otras drogas”. En Colombia, la guerra contra las drogas que emprendió Nixon se ha traducido, sobre todo, en una criminalización del consumidor e indirectamente esto ha producido una ruptura total entre los consumidores —en su mayoría jóvenes— y la institucionalidad, representada por los agentes de policía que persiguen baretos en calles y parques, en bares y aeropuertos. Hoy en Colombia más del 50% de la droga incautada por la policía corresponde al porte de dosis de consumo personal, y ocurre a pesar de que hace casi 20 años la Corte Constitucional despenalizó el consumo y porte de la marihuana por considerar que lesiona el libre desarrollo de la personalidad. Sin embargo, el moralismo cultural, religioso y legislativo ha permitido que la criminalización de los consumidores siga ocupando el quehacer de la fuerza pública y el sistema de justicia.

El hombre bueno y feliz, al que se refiere el poeta, no es otro que ese que se fuma un bareto para estar consigo mismo. La marihuana abre un fino canal que permite conversaciones profundas con uno mismo en silencio, resalta los colores y los aromas, crispa los poros y los nervios, pero no se caracteriza por desatar la ira o la violencia. El trabado es un ser frágil ante los afanes del mundo de hoy, se torna introspectivo y errático, pero jamás agresivo o eufórico. Muchas veces la marihuana es el antídoto contra el alcohol u otros consumos problemáticos, contra el dolor y la falta de apetito. Es, en el fondo, un tenue puente de humo que conduce hacia uno mismo, que hace más fácil navegar las turbulencias internas y que no hay razón para que sea perseguida. Por eso, espero que el Congreso de la República apruebe el proyecto de consumo adulto de marihuana y honre las palabras del magistrado Carlos Gaviria cuando despenalizó la dosis mínima: “Una vez que se ha optado por la libertad, no se la puede temer”.

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