Estoy convencido de que este país solo cambiará cuando la fuerza pública, especialmente la Policía, cumpla su rol constitucional: servir a la ciudadanía y no a los poderosos. De ahí que la candidatura del general Jorge Luis Vargas a la Alcaldía de Bogotá me despierte profundas inquietudes. Me repulsa verlo posar de impoluto cuando en sus 38 años de “servicio” —que lo llevaron a la dirección general de la institución— ha contribuido a que la Policía sea el operador de un Estado injusto, violento y desbordado por la corrupción.
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Para escribir esta columna tuve que sufrir una hora y media de lisonjeras preguntas y de respuestas construidas con una mezcla de cinismo, lambonería y algo de estupidez. Hablo de la “primicia política” que le dio el general Vargas a Vicky en la que se lanzó como candidato con un disfraz de superhéroe que seguramente le regaló el expresidente Duque, cuyo principal legado es demostrar que cualquier político, sin experiencia ni trayectoria, puede llegar a ser mandatario.
Del general Vargas, que ahora se siente tan “cómodo en Everfit”, debo decir algunas cosas de las cuales él no va a hablar y por las que Vicky jamás le preguntará. Primero, recordar que hace un año todo el país lo vio en la posesión del presidente Petro, asintiendo y aplaudiendo el discurso del nuevo mandatario, seguro a la espera de que lo ratificara como director de la Policía. Entre las actuaciones que Vargas nunca ha explicado, dos ocurrieron cuando era director de Seguridad Ciudadana.
La primera tiene que ver con una de las operaciones de inteligencia más siniestras y menos investigadas de la historia: la de la noche del 22 de noviembre de 2019, cuando la indignación ciudadana empezó a convocar masivas protestas y, súbitamente, corrió la voz en redes sociales, con imágenes y audios, de que los protestantes se habían desmanado para atacar a la clase media y saquear sus propiedades. Hubo tal alarma que decretaron toque de queda en Bogotá y Cali, y al final se descubrió que había sido un teatro orquestado por la Policía para quitar apoyo a las manifestaciones e inocular el germen de que las protestas solo buscaban poner en riesgo la propiedad y la familia de la clase trabajadora. Pero al sol de hoy nadie ha respondido.
Vargas también carga en sus hombros una de las más crueles actuaciones de la Policía en la historia de Bogotá: la masacre del 9 de septiembre de 2020, cuando fue asignado al Puesto de Mando Unificado Nacional, en el que el presidente Duque, el entonces director de la Policía y el ministro de Defensa observaron impávidos cómo la policía asesinó a 14 jóvenes y le mostró al país que los alcaldes no son comandantes de nada. Ese día Vargas se negó a participar del Comité de Derechos Humanos que debía rendir cuentas por los hechos. Por eso sorprende que diga que como alcalde será comandante de la Policía, cuando él bien sabe que la línea de mando operativa no tiene en cuenta al mandatario local, esa es solo una quimera constitucional.
Pero lo más grave es oírlo decir que es un administrador, un microgerente y un hombre sin tacha. Valga revisar, por ejemplo, la auditoría que la Contraloría acaba de hacer a las cuentas de la Policía y muestra que Vargas es el responsable de que miles de millones de pesos hayan sido usados por la Policía Nacional en 2022 sin control alguno. Entre estos, el caso de una cámara de $9.000 millones que la entidad compró, llegó dañada y hoy nadie sabe dónde está.
Está también el caso del jet Legacy 600 que Vargas permitió adquirir mediante empresas de dudosa idoneidad; prefirieron comprar en Letonia, por US$12 millones, un avión más viejo y trajinado que el que vendía por US$9 millones el Gobierno de Ecuador. Y, claro, con la garantía de impunidad que le ofrecía su esposa, la entonces contralora delegada para el sector Defensa, hija de Rosso José Serrano, quien, por demás, le recomendó tener cuidado con los políticos corruptos, a lo cual Vargas respondió inscribiéndose por Cambio Radical. ¿Será por todo esto que Vargas se considera un “ejecutor”?