El paro armado decretado por las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc) desde el jueves pasado devolvió al país a los años en que el paramilitarismo cogobernaba. Su protesta por la súbita extradición de Otoniel a Estados Unidos fue una muestra de poder contundente: 80 municipios de 10 departamentos quedaron en la parálisis absoluta, y no estamos hablando de los pueblos de la ruralidad profunda, no. En Barranquilla, por ejemplo, sus habitantes volvieron a ver la ciudad como en los días del pico del coronavirus. En Montería, Sincelejo y el Carmen de Bolívar el miedo le puso cerrojo a la puerta. Y no es para menos, las imágenes que circularon de quienes desobedecieron la orden de toque de queda son elocuentes: un señor amarrado de pies y manos recibe una paliza por parte de dos hombres que dicen ser del Clan del Golfo, un camionero narra entre lágrimas cómo su patrimonio se incinera; cientos fueron los vehículos quemados en vías de tránsito nacional y seis las personas asesinadas.
Imágenes que contrastan con los discursos insuflados de patrioterismo del presidente Duque, quien el día de la captura de Otoniel aseguró que con esto el Clan del Golfo se acabaría, y ante la evidencia de que es un ejército capaz de doblegar la institucionalidad en la tercera parte del país, el presidente —quien permanece en estado de fabulación— moduló su presbicia y señaló: “Este despliegue de fuerza será para que lo que queda del Clan del Golfo caiga por completo”. Sus declaraciones confirman lo que el país ha ratificado durante los cuatro largos años de gobierno: el presidente está desnudo y él cree que va vestido de finas telas. Así pues, Duque no se dio cuenta de lo que ocurrió en estos tres días en el Caribe, donde no se movió una aguja sin la autorización de los paramilitares. Ni la fuerza pública que tanto ensalza el patriótico mandatario salió a patrullar; o, bueno, en San Jacinto sí lo hizo, pero presuntamente acompañada de los paras, pues en estas regiones se aplica la expresión de que vale más la seguridad que la policía.
No deja de asombrar que la fuerza pública que se acuarteló para entregarle el país al Clan del Golfo para que protestara por la extradición de su jefe es la misma que salió con ferocidad a repartir bala y bolillo en el paro nacional de hace un año que dejó, óigase muy bien, 83 homicidios; o en el estallido social de 2019 en Bogotá, donde les dio por masacrar a 14 jóvenes por irrespeto a la autoridad. Al fin y al cabo, estamos hablando del mismo Ejército comandado por un general que está más concentrado en intervenir en la campaña electoral que en cumplir la Constitución y las leyes. Zapateiro es más peligroso que una bala recalzada, para definirlo en el lenguaje que él mismo habla. Eso sí, hay que decirlo, la respuesta al paro armado guarda precisa relación con las pocas confesiones que alcanzó a dar Otoniel antes de que lo embarcaran para callarlo.
Y es que Dairo Antonio Úsuga sí sabe bien quiénes se han beneficiado de la guerra y en especial estaba dispuesto a contar cómo el paramilitarismo y la fuerza pública trabajan en comunión. Declaró, por ejemplo, que tras dejar las armas del Epl fue el mismo Ejército el que lo llevó a las filas de las Auc de la casa Castaño; aseguró que el general Leonardo Barrero, excomandante del Ejército, era de la nómina, en la que también estaban funcionarios del DAS y la Fiscalía. Y cuando ya iba camino a contar quiénes eran los empresarios y políticos que los financiaban para garantizar la seguridad de sus fincas o alcaldías, el establecimiento no lo soportó más y, en una jugada típica de su modus operandi, autorizó su extradición basándose en una decisión que aún no se había expedido. Con la salida de Otoniel del país, un sector del establecimiento volvió a respirar tranquilo. Tranquilidad que se volvió festejo cuando se dieron cuenta de que el proyecto paramilitar no ha muerto y de que su fuerza hoy es más grande que lo que alguna vez soñó el propio Carlos Castaño.