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Hojas sueltas

Vía La Calera, un camino a la desgracia

Alfredo Molano Jimeno
23 de noviembre de 2022 - 05:30 a. m.

Fernando y María Isabel se levantaron pasadas las nueve de la mañana. Desde que murió el gallo, hace seis meses, no hay nada que los alerte sobre la llegada del nuevo día. Era una mañana fría. Una fina niebla cubría la falda del Chocolatero y advertía de un día lluvioso. Fernando leyó la prensa y María Isabel se dedicó a organizar las cajas de los arreglos navideños. Ese día almorzaron pasadas las dos de la tarde, hora en que se desgajó un aguacero torrencial, con granizo y mucho viento. Al terminar, Fernando se instaló en el sofá. Le gustan los días de invierno porque puede quedarse en sudadera y babuchas y dormir una siesta al son de la lluvia. En esas estaba cuando María Isabel llegó con gestos que advertían una grave situación. Llovía tanto que la canal que construyeron hace años colapsó y el agua empezó a entrar por debajo de la puerta. De la loma bajaban arroyos que pegaban en la esquina de la casa y salían del lote convertidos en una cascada.

Fernando lo tomó con calma, se hizo a una pica y una pala y salió para abrir una canal. Al acercarse al pino en el que sus cuatro hijos jugaban cuando eran niños percibió una inclinación inusual en el terreno, se asomó al borde del lote, convertido en un abismo desde que la concesión de la vía La Calera hizo la supuesta ampliación. En ese proceso Fernando intentó infructuosamente evitar que los ingenieros se metieran a su terreno, pero obligado por la amenaza de la expropiación dejó que hicieran lo que les diera la gana. Al final, el lote no fue priorizado para la compra y tan solo adecuaron el terreno del borde para evitar un posible derrumbe. Con unas lonas y unos maletines de plástico cubrieron el pedazo de montaña que fue tajado en los años 70 para darle paso a la carretera.

Bajo el aguacero bíblico, Fernando trataba de canalizar el agua, pero cada palada se convertía en instantes en una laguna. Frustrado y reconociendo el paso del tiempo a sus 72 años, se resguardó bajo el pino. De repente sintió un pequeño temblor, pensó que era cosa suya; un vértigo o un mareo por la angustia y el esfuerzo, pero unos instantes después un crujido ratificó sus angustias. Se acercó al abismo y notó que un pedazo de tierra se había desbarrancado. El aguacero se intensificó. Volvió a la casa corriendo y advirtió a María Isabel lo que había visto. Ella no dudó un segundo y lo obligó a salir de la casa. En esas, la tierra lanzó el inconfundible sonido de un desastre. La montaña cayó sobre la carretera y la casa de Fernando y María Isabel quedó al borde del abismo. El techo cedió, una fractura evidenció que el suelo se había hundido y la esquina donde los niños instalaban el “tacho” de las escondidas quedó volando.

Fernando se tomó el rostro con las dos manos y soltó un lamento que terminó en llanto. Su patrimonio, su pensión, sus salarios de toda una vida y su tranquilidad estaban suspendidos en el aire con la gravedad en su contra. La vista que lo enamoró hace 20 años de la casa de tejas de barro se había convertido en un hoyo negro que amenaza con engullirse su vida entera. Lo que siguió fue una semana de horror para Fernando y todos los habitantes de La Calera. Las noticias registraron las muertes de cuatro personas y la desaparición de cuatro más. Al cierre de la vía se le sumó una caía del fluido eléctrico y el colapso de las tuberías de los acueductos veredales. Durante una semana no hubo colegios, ni internet, cerraron el D1 y lo único que abundó fue la desinformación. Una tragedia que se veía venir desde hace meses, ante la cual las autoridades de Bogotá y La Calera prefirieron hacerse las pendejas. Como se han hecho las pendejas con los abusos de la concesión Perimetral Oriental de Bogotá, que, según proyecciones del juicioso abogado Diego Forero, ha tenido ingresos en estos siete años por más de $156.000 millones. Plata que jamás han puesto al servicio de los usuarios pues se negaron a hacer otro carril, a comprar los lotes y a indemnizar a quienes afectaron con la maquillada de la carretera, que les sirve como una gallina de huevos de oro, pero a la que nunca le han hecho la inversión que requiere la exponencial expansión urbana y el alto flujo de tránsito que hoy hay en esta vía.

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