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La marcha del próximo lunes ha suscitado dos reacciones evidentes: de una parte, una enorme felicidad entre los sectores de la derecha; de otra, un ardiente debate en los de la izquierda democrática. Este último de por sí es sano, aunque el riesgo de que el debate se transforme en una división es bastante real, y se gestaría así una nueva frustración para quienes aspiran a una política menos belicosa que la del gobierno de Uribe.
Que la marcha tiene un sesgo derechista no se puede ocultar: la consigna contra las Farc puede ser, y es, leída por muchos colombianos como una invitación a la confrontación militar. Pero es preciso reconocer también que las Farc han hecho todo lo posible para suscitar esta reacción de una porción enorme de la ciudadanía. Ellas se lo han buscado y han logrado que una multitud finalmente decida expresarse en su contra. Como si ir contra la opinión pública fuera una consigna.
Pero no por derechista la marcha carece de bases reales: si bien hay un intento claro del Gobierno y los medios de comunicación de apropiarse de ella, no es menos cierto que en la convocatoria y en las respuestas hay una evidente espontaneidad, de modo que no es realista calificarla como producto de un designio gubernamental para legitimar aún más su política de guerra.
Lo malo, creo, es la radicalidad de la consigna y su no menos radical defensa por parte de quienes han tenido la iniciativa, que no admiten la posibilidad de expresar un rechazo a la guerra, a los secuestros, a los maltratos a los secuestrados y a su utilización como cartas de canje, es decir, a su mercantilización simbólica.
Debo decir que yo marcharía mucho más contento si se tratara explícitamente de manifestar solidaridad con los secuestrados y exigir su liberación inmediata y el cese absoluto de la práctica. Y más contento estaría si se exigiera una solución negociada al conflicto armado, lo que implica reconocer que las Farc no son los únicos culpables: lo son también quienes realizan ejecuciones sin fórmula de juicio, quienes hacen desapariciones forzadas y propician alianzas con políticos corruptos para tratar de legitimar sus acciones violentas, al tiempo que se enriquecen con los despojos masivos de campesinos.
Todo lo anterior se justifica como un llamado de atención para que no tengamos que seguir oyendo los discursos del presidente Uribe en este terreno: los historiadores deben hoy encontrar peligrosos paralelos entre las intervenciones presidenciales y las diatribas del infausto monseñor Miguel Angel Builes, obispo de Santa Rosa de Osos en las décadas del cuarenta y cincuenta, y hoy en trance de canonización, quien en las épocas más aciagas de la Violencia en Antioquia no cesaba de azuzar el más bajo y radical sectarismo conservador. El intelectual doctrinario de Palacio haría bien en recordarle al Presidente esos discursos, en los que el prelado, al tiempo que negaba la naturaleza del conflicto, al contrario, manifestaba que no se trataba de buscar la paz, sino la represión y extinción de los bandidos, quienes no eran otros que los campesinos liberales que se enfrentaban a la policía chulavita y a las llamadas “guerrillas de paz” que había organizado el gobierno conservador de la época. El parecido con el presente es inquietante.
Entonces, bienvenida una expresión social masiva: el secuestro y la negociación con rehenes es una práctica bárbara que merece el repudio generalizado, pero esto no puede servir para cobijar actitudes bárbaras, xenofóbicas y racistas como las que se expresan contra Chávez y contra Piedad Córdoba. Si la marcha no estimula estos extremismos, bienvenida, pero si lo hace, no sólo se ha perdido una bella oportunidad, sino que se ha estimulado una especie de fascismo de masas.
