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EN EL MARCO DE LA SEMANA POR LA Memoria, que se celebrará entre el 9 y el 16 de este mes, se lanzará, primero en Trujillo y posteriormente en Bogotá, el primer informe del Grupo de Memoria Histórica, de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación.
El informe, titulado “Trujillo, una tragedia que no cesa”, recoge una descripción densa de la tragedia que ha asolado a ese municipio del centro del Valle del Cauca con especial ardor entre 1988 y 1994, pero que tiene proyecciones hasta hoy. Éste es el primero de una serie de informes en los que se busca recoger y sistematizar las múltiples experiencias y memorias que ha producido nuestro conflicto armado.
El “caso Trujillo”, por llamarlo eufemísticamente, es emblemático: involucra varios campos de conflicto social y político en los que se entrelazan viejas pugnas partidistas, luchas campesinas, presencia guerrillera y la acción del narcotráfico.
En efecto, la presencia de narcotraficantes en la región, y sus alianzas con miembros del Ejército, fue denunciada por un testigo presencial, quien un poco más tarde fue asesinado. Los dos narcos en cuestión están hoy día presos, así como un miembro del Ejército, y las víctimas de Trujillo esperan que por fin, veinte años después, pueda operar la justicia.
Ha sido notable también porque una de sus víctimas fue un sacerdote, Tiberio Fernández, quien no solamente era el pastor local, sino un entusiasta organizador de cooperativas campesinas, un luchador contra la corrupción y un radical defensor de las clases subalternas, en particular el campesinado. Su asesinato se constituyó en un episodio de barbarie (su cadáver fue mutilado y arrojado al río Cauca), sólo comparable con la sevicia con que se eliminó a varios habitantes del municipio, quienes fueron sometidos a tortura y luego a muerte mediante un método que más tarde se haría corriente en las masacres: el uso de la motosierra.
El caso se destaca también porque fue denunciado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la cual adoptó las recomendaciones de un estudio de los hechos, y como consecuencia comprometió al Estado colombiano a reconocer su responsabilidad y a reparar e indemnizar a los familiares de las víctimas. Las varias evaluaciones que se han hecho de los planes y programas destinados a la reparación muestran cómo ésta ha sido insuficiente y cómo la desidia, el desorden, la burocracia y la corrupción han impedido que el Estado salde su deuda con la comunidad.
Sin embargo, es notable la manera como, a pesar de lo precario de los recursos con que cuentan y de los riesgos que asumen, los familiares de las víctimas han sostenido un valioso ejercicio de memoria y reivindicación: han organizado una asociación de víctimas que sigue funcionando, construido un monumento a los muertos y desaparecidos, apelado a varias instancias en busca de apoyo, instado a la justicia a que opere y resistido los embates de organizaciones de narcotraficantes y paramilitares; de hecho, en más de una ocasión el mausoleo del padre Tiberio ha sido objeto de atentados y destrucción.
El “caso Trujillo”, pues, reviste especial importancia y sería de esperar que con la divulgación del informe se reactivaran los procesos judiciales hoy estancados en los vericuetos judiciales, se tomara en serio el plan de reparación, se garantizara la vida y la integridad de los residentes locales, se usaran las tierras de los narcos para dotar de tierras a los campesinos, se impulsaran y financiaran los proyectos productivos que los habitantes han emprendido.
Y no sé si sería mucho pedir, pero el Estado colombiano debería hacer un acto de contrición por la acción criminal de algunos de sus agentes, pedir perdón y garantizar que casos como éste no se volverán a repetir.
