Carlos Orallo y Alejandro José Madrigal me avisaron el 8 de mayo: “Barbarito murió”.
No era un librero ni un lector, era un comprador de libros, de esos que recorrían las calles de La Habana, Cuba, (con un saco al hombro) a alarido herido:
-¡Compro libros! ¡Compro libros!
No tengo claro cuándo lo conocí. Creo que, como las buenas personas, estuvo ahí desde siempre.
Para ese entonces ya tenía un sidecar rojinegro para recorrer la ciudad en sus búsquedas librescas. Solo en La Habana he visto estas motocicletas con un “asiento lateral adosado y apoyado en una rueda”. Llegaba ruidosamente, hablando casi a gritos, y de él sacaba libros y más libros. Era un espacio infinito.
Lo hacía a toda velocidad. Parecía que siempre tenía afán, como si alguna biblioteca o algún libro lo estuviera esperando en algún lugar y no pudiera perder el tiempo porque (así sucede) alguno más podría adelantarse y llevarse aquello que “estaba deseando ocurrir”.
Una vez le pregunté qué le hubiera gustado ser:
-Mafioso, me respondió, con una sonrisa picaresca.
Era, además, un hombre de una generosidad inmensa (de esos cubanos con un corazón de oro). Una vez nos llevó a ver libros a una casa que se estaba derrumbando por San Francisco de Paula. Él se quedó conversando con los dueños mientras nosotros buscábamos lo que nos estaba esperando. Otra vez hizo un almuerzo en su casa. Fue espléndido. Una tarde maravillosa, calurosa, claro. Él estaba feliz, en short y sin pulóver, riéndose y hablando a gritos.
Era tanta la curiosidad que me despertaba, que una vez lo convertí en uno de los personajes de un texto mío: “Como todo en la vida”, de mi libro ‘Con los libreros en Cuba’. Cuando se lo conté, se sonrió, lo miró sin leerlo, volvió a sonreír y lo guardó en un saco.
Leonardo Padura lo incluyó en varias de sus novelas. Era uno de los “rivales” de Mario Conde en la búsqueda de libros usados para vender, “(…) conocido en aquel gremio como Barbarito Esmeril, había reorientado sus capacidades mercantiles y acondicionado en la sala de su casa una especie de bazar árabe en donde se ofrecía de todo”.
Su partida nos dejó tristes a todos. Con él se fue un buen hombre que podría decir (como cualquiera de nosotros) que “vendiendo libros viejos me siento más libre, sin poder sobre los demás y, sobre todo, más conforme conmigo mismo”.