“Todas las calles que conozco / son un largo monólogo mío”. Son estos los dos primeros versos de uno de los poemas que caminan conmigo: “El transeúnte”, de Rogelio Echavarría. Se quedaron andando con mi memoria.
Vivo desde hace ya más de 37 años en Chapinero. Me mudé seis meses antes de comenzar a trabajar como librero en Enviado Especial Libros. El recuerdo que conservo de mi infancia es la acera, del costado occidental de la carrera trece, ocupada totalmente por casetas de lata donde se vendía y conseguía de todo. Quedaba muy poco espacio para caminar y el niño que fui sentía una amenaza constante. Como si fuera a sucedernos algo malo a mí, mi mamá y mi hermano. Era lejos...
Mi barrio lo empecé a descubrir a mis dieciocho años. Había (mal contados) trece cines (para mí Chapinero se acababa en el cine Metropol, de la calle 41).
El estudiar y trabajar fueron, también, la oportunidad y el pretexto para comenzar a recorrerlo. Y ahí, en una de esas caminatas, es cuando aparece para mí la librería Buchholz. En la calle 59 # 13-13.
No recuerdo haber ido a la mítica librería del centro, la de la Avenida Jiménez # 8-40. La inmensa de varios pisos. Donde fue librero Nicolás Suescún (y Ricardo Cano Gaviria y Juan Gustavo Cobo Borda y Eligio García Márquez, entre otros). La librería que cambió la relación entre el libro y los lectores: una librería universal. Habita en mí a través de las fotos en blanco y negro y de los relatos de sus asiduos. Aquella donde tantos iban a robar libros (o a “recuperar”, dependiendo de la bandera que se ondeara).
La mía fue la de Chapinero. Tenía dos pisos (¿o eran tres?) y era un laberinto en el cual me fascinaba perderme. Ahí podía aparecer cualquier y todos los libros. Los viejos y los que iban llegando. Atrás, al fondo, había unos estantes en los que se habían ido quedando los que tenían mucho tiempo. Siempre asomaba alguna maravilla. Esta fue mi segunda isla del tesoro. Tantos libros, tantas revistas, abrían el mundo al lector y al librero que empezaba a ser. Ahí hice, con la complicidad de algunas de sus libreras (¿te acuerdas María Antonia? ¿Claudia?) mi colección de la revista Eco. Uno de los tesoros que llegó a mis manos fue un ejemplar de la novela de Marta Traba, Las ceremonias del verano, dedicado a Karl Buchholz (a él si lo vi y conversamos varias veces). ¿Por qué me estaba esperando ahí, a mí?
Todos los sábados, antes de entrar a trabajar, iba a perderme un rato allá. A aguardar alguna señal. Hasta que un día, en algún momento de los noventa, dejó de existir. Esa fue la mía. La que me tocó.
El local fue después una discoteca, un club nocturno, una cafetería y, por último, un restaurante: “Luma Food Bar”. Ahora está cerrado. Esa calle desde hace mucho no me pertenece. Ahora habita ese “largo monólogo mío”, que con los años se va haciendo irreconocible.