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—“¿Tiene libros de Thomas Bernhard?”, me preguntaba, de cuando en cuando, un muchacho siempre vestido de negro, en las noches.
Nunca supe si trabajaba en la Escuela de Artes y Letras (que por ese entonces quedaba al lado de librería) o estudiaba en ella. Tampoco sé por qué hice esta asociación. Nunca se lo pregunté. Los compraba y desaparecía inmediatamente, sin conversación alguna, hasta cuando volvía a aparecer con la misma pregunta.
Durante muchos años dejé de verlo. Su nombre lo anoté en la agenda café de los encargos. Los nombres y pedidos se escribían uno detrás de otro, conforme se iban sucediendo. De manera tal que al cabo de los años, para encontrar alguno, había que leerla por completo. Sin orden ni sistema, esta agenda era una memoria por la que había que pasear como si fuera un directorio.
No tengo memoria de los nombres. Esa es una gran falla que tengo. Me consuelo diciéndome a mí mismo que, como llevo ya casi 37 años en el oficio, es muchísima la gente que he conocido y que me ha encargado libros. Lo más obvio es que no los recuerde. Lo raro, lo increíble, es que sí recuerdo lo que leen, lo que compran o buscan.
Él siempre vestía de negro. Después, cuando volvió a aparecer, llevaba un sombrero llanero del mismo color. Se me reveló como un lector furibundo de ciencia ficción. Un erudito. Bastaba hacerle una pregunta y comenzaba una charla apasionada que no dejaba de descubrirme obras y autores.
Por esos años, también, comenzó a encargarme libros de ciencia ficción cubana. Y yo a traerlos y conseguirlos pensando en él. Yoss, Raúl Aguiar, Miguel Collazo, Daína Chaviano, comenzaron a llegar para él (y para otros lectores, como Rodrigo Bastidas, con quienes se los disputaba).
Me dijo que quería abrir una librería de libros usados en su barrio, en La Castellana. Me pidió consejos. Le dije que el más importante que podía darle era el siguiente (a varias personas también se lo he dado):
—Tiene que tener algo diferente, algo que haga que su librería sea única. Porque si no, ¿qué va usted a vender? ¿Por qué voy a ir a su librería?
La abrió, cumplió su sueño, y la llamo El Reino. Nunca fui. No saqué el tiempo (vivo tan ocupado que el no tener casi tiempo libre es la excusa perfecta para no hacer las cosas). Él miraba los libros que ofrezco temprano en Instagram y, a veces, era el primero en escribir para pedirlos.
Un día de agosto una historia en Facebook me sorprendió y enmudeció: Luis Cermeño, el lector de Thomas Bernhard y de ciencia ficción, el escritor y promotor de la literatura llanera, el librero de El Reino, había muerto.
Hoy lo recordé leyendo el libro Blanco de Han Kang: “Algunos recuerdos permanecen incólumes al paso del tiempo. Y a pesar de los estragos del dolor. No es cierto eso de que el tiempo y el dolor todo lo tiñen. No es cierto que todo lo arruinan”.
Habita en mi memoria. Un librero en su reino. Una librería que existió en un barrio por donde caminé muchas veces en mi infancia lejana. Allí, con su sombrero, permanece con sus lectoras y lectores.
