Fue el 22 de diciembre de 1992 cuando compré en Enviado Especial Libros mi primer libro de Bohumil Hrabal: Una soledad demasiado ruidosa (Ediciones Destino, Barcelona, 1990).
Nadie me lo recomendó. Nadie me habló de él. Llegó en una remisión de consignación de Planeta. Mientras acomodaba los libros en las estanterías lo tomé en mis manos. Lo primero que me llamó la atención fue su color azul claro y lo largo del nombre. Leí la contracarátula. Ahí, en ese momento, ese día, se selló un amor que nunca ha cesado de respirar.
Lo leí de una sentada. Sus palabras retumbaban en mi cabeza dando vueltas como si fueran un inmenso carrusel. Salí mareado de esa primera lectura. No pude esperar a llamar a la editorial para pedir más ejemplares y recomendarlo sin parar. Se convirtió en uno de mis caballitos de batalla, uno de esos libros que se tienen la fortuna de conocer, encontrar, cuando se es librero y se quiere, de cualquier manera, que todos los clientes lo lean y sientan lo mismo que yo sentí cuando lo leí por primera vez: fascinación, embriaguez.
Hace unos días volví a una biblioteca que llevaba viendo (por múltiples razones) desde los primeros tiempos de mi oficio. Una biblioteca de libros cada vez más viejos pero absolutamente nuevos. Esta vez fue para comprarla. No estaban todos los libros que recordaba, había muchos que no esperaba y, lo más asombroso, uno de Bohumil que sólo había encontrado (en esa edición) una vez.
Lo tomé y volví a verlo todo de nuevo: en mi primera caminata por Buenos Aires, después de viajar durante 60 horas en dos buses, fui a dar a una librería de viejo en San Telmo, cerca del Parque Lezama, donde los libros no estaban en estantes sino en cajas de cartón dispersas por el suelo. Conversé con el librero, un hombre amable que me indicó qué colectivo tomar para ir al cementerio de La Chacarita (el 39). Me puse a mirar y en una de las cajas apareció un libro que hacía unos días había visto en una librería en Santiago y no había podido comprar: La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo (Ada Korn Editora, Buenos Aires, 1987). Allá costaba 10 dólares. Me lo dejó en 4.
Al otro día regresé para conversar un rato. El local estaba vacío, no había libros, no había nada. Se habían trasteado. Una señora me preguntó:
-¿Qué estás buscando?
-Nada, respondí asombrado.
-El que no busca nada no encuentra nada, sentenció.
¿Cómo detuvo el tiempo en esa ciudad para que ese libro me encontrara en una caja de cartón? ¿Cómo se detuvo ahora, que lo vuelvo a ver, treinta y tres años después?
Los libros están destinados a sus lectores. Cumplen con su destino. El de Bohumil Hrabal era llegar a mis manos en medio de un viaje. ¿Nos merecíamos acaso?
Ese diciembre de 1992 me di el lujo de vender más de cien ejemplares de Una soledad demasiado ruidosa a una empresa que quería regalarle un libro de literatura a sus clientes. No devolvieron ni uno.