Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
De la misma manera (a menos que se decida hacerlo por mano propia, claro) que uno no puede planificar el día en que se va a morir, desafortunadamente uno tampoco puede planear el no quedarse calvo.
Esto lo pensé durante la presentación de Recuperar tu nombre, el nuevo libro de Juan Álvarez, cuando dijo de memoria un aforismo de Elias Canetti: “El futuro siempre es falso: influimos demasiado en él”.
No pensé jamás en que iba a ser calvo. Desde que tengo memoria siempre quise tener el pelo largo. No hay un momento claro. Me imaginé que cuando saliera por fin del colegio podría dejármelo crecer y hacerme una cola de caballo o una trenza.
No creo que fuera por rebeldía o por sentirme diferente (o mejor, como cuando somos adolescentes y creemos que hacer o dejar de hacer ciertas cosas nos hacen mejores que los demás. Es nuestra manera de ser adultos. Como por ejemplo, sentarse en las mesas o en el suelo. O empaparse bajo la lluvia sin pensar en la gripa que nos abrigará después).
Fue toda una aventura dejarse crecer el pelo. Ver como se iba alargando hacia los hombros y nos iba transformando en otra persona. Ya no en el niño que fuimos, sino en otro que no alcanzábamos a imaginarnos: en mi caso, un ser bastante andrógino. Recuerdo que una vez, en la librería donde trabajaba, un niño se me quedó mirando tercamente hasta que no tuvo más remedio que preguntarle a su madre:
-¿Ese es un hombre o una mujer?
Ella enrojeció y le dijo con una voz que pretendió ser inaudible para los demás:
-Un hombre…
Tener el pelo largo también implicaba caminar distinto: se andaba como balanceándose, como si se estuviera montando a caballo, sintiendo el peso del pelo sobre la nuca y los hombros. Como si se fuera un árbol agitándose en medio del viento. Algo así.
Y maravilloso también era agitarlo y volarlo cuando se bailaba (bueno, esto es un decir) alguna canción de Led Zeppelin, Black Sabbath, Iron Maiden o Metallica (las enumero en orden de llegada a mi vida). Eso era la vida. Quebrarse casi el cuello y sentir que el pelo nos expandía.
Aún hoy me sucede (de cuando en cuando) que personas me dicen:
-Usted tenía el pelo larguísimo…
A lo que respondo (sin poder creer que alguien pueda reconocerme):
-Tenía pelo y lo tenía largo.
El pelo se fue, comenzó a irse, no porque lo hubiera planeado, sino porque me tocó por la libreta. Empezó a marcharse un día en mis veintiséis años. No fue muy largo ese abandono. Y tampoco me permití ignorarlo. Cuando empezó a caerse me lo corté todo. Asumí la calvicie como algo natural.
Los calvos caminamos por el mundo como si aún cabalgáramos por una llanura. Como si el viento pudiera llevarnos. Nuestro andar es la memoria del que fuimos. Ese movimiento está lleno de memoria. Por eso recordamos tanto. Por eso nos damos cuenta cuando alguien se corta el pelo o se cambia de peinado. Nos recuerdan al que acaso fuimos.
