Puede ser muchas cosas, un mural, pero para mí son dos: un espacio donde una persona (o un grupo de personas) intenta atrapar y representar un mundo, la primera. Y, la segunda, un espacio donde es posible comunicarse con los demás a través de avisos o mensajes que se van superponiendo uno al otro, a tal punto de que es imposible saber dónde comienza y (lo más terrible) dónde termina.
He tenido el inmenso privilegio de leer los libros de Ricardo Silva Romero en orden de aparición, desde “Sobre la tela de una araña” (1999) hasta el más reciente (¡qué manera de escribir, caballero!), “Mural” (2025). Y ser testigo de cómo ese lector tímido, al que recuerdo en la librería en que trabajaba entonces, acompañado de su padre o de Germán Pardo (su otro hermano) buscando libros y hablando de todo, se ha transformado en el inmenso escritor que es hoy.
El narrador de un universo familiar e íntimo regido por el azar se ha convertido en un testigo de su/nuestro tiempo, contándonos las historias que se tienen que contar o las que hay que terminar de hacerlo. Cada libro suyo es una puerta abierta al que viene o al que pasó. Es un edificio de apartamentos que podría llamarse donde empezó todo para él: “La Gran Vía”. Eso es su obra: un camino por donde andamos y cabemos todos los lectores.
Hay, en mi opinión, un “punto de giro” en su obra que comienza a partir de “Érase una vez en Colombia” (2012): es desde esas dos novelas en las que el autor empieza a indagar en las historias de los “personajes secundarios” (como tan bien los llama) de esta historia tan terrible, trágica y violenta que es la historia de Colombia.
Y se hace las preguntas fundamentales: “¿Quién la cuenta? ¿Cómo se cuenta? ¿Por qué se cuenta? ¿Qué se cuenta? ¿Cuándo se cuenta?”. De eso se trata este “Mural”: de intentar contar toda la historia de la toma y retoma de Palacio de Justicia, de todos aquellos que estuvieron, vivieron y murieron allí, siendo “la incesante e imponente cámara al hombro que recorre el Palacio de Justicia desde el sótano hasta la azotea”, para permitirnos “ver” ese mural donde todo está sucediendo y donde todo se está superponiendo. Como si fuera posible repetir la hazaña de Godfrey Reggio en Koyaanisqatsi y ver el equilibrio que se perdió.
Esta novela es una de las grandes hazañas de la literatura colombiana del siglo XXI, porque ha sido capaz de ser “otro colombiano que sabe sentir y resistir y custodiar esos relatos”, y hacernos testigos de esos dos días de noviembre de 1985, que empezaron desde mucho antes, casi desde el principio de todo, para dejar un testimonio de la barbarie que sucedió y que aún, 40 años después, no hemos conseguido entender, porque “lo vemos todo como si el pasado siempre estuviera pasando”.