Finalmente se produjo el enfrentamiento inevitable entre los presidentes Uribe y Chávez. Inevitable, porque era políticamente ineludible para ambos.
Era casi imposible que dos presidentes tan peligrosamente antagónicos, y tan caudillistas como populistas, pudieran coexistir pacíficamente. El enfrentamiento era tan predecible, que en estas mismas páginas escribí en enero pasado: “el día que (Chávez) enfile sus baterías políticas contra Álvaro Uribe. Sin embargo, como ahora, no habrá razones para la sorpresa.”
La confrontación de Chávez con Estados Unidos, y el hecho de que el gobierno colombiano protagoniza el juego geopolítico de Washington en América Latina, hacía inevitable que Colombia se convirtiera, tarde o temprano, en el escenario más vistoso y crudo de esa disputa. Para el proyecto socialista de Chávez, ganar influencia política en Colombia era no solo una necesidad de seguridad nacional, sino un gran atractivo político. Desmontar la influencia norteamericana en Colombia sería la manera de asestarle un golpe contundente a los Estados Unidos, y de consolidar su condición de líder mundial del anti norteamericanismo, pero sobretodo, de cerrar un flanco peligroso, porque la frontera colombiana puede ser en el futuro la gran debilidad de la revolución bolivariana en materia migratoria, cambiaria, militar y comercial.
Por esa razón, alcanzar influencia política en Colombia era un asunto vital para Chávez. Pero a diferencia de Ecuador o Bolivia, constituía un objetivo difícil, porque las perspectivas de triunfo de una izquierda democrática aliada eran aún remotas, y porque Alvaro Uribe era un presidente políticamente tan hábil y combativo como él.
Ante esa situación Chávez esperaba pacientemente su oportunidad. Pero nunca imaginó que ésta fuera a llegarle tan pronto, y tan fácil. La invitación a ser mediador del intercambio humanitario le permitía realizar un trabajo político inmenso, utilizando un tema que era neurálgico para la política colombiana, el talón de Aquiles de Uribe, y su mayor fortaleza estratégica frente a Colombia.
Por esa razón todos creyeron que Chávez tenía las de ganar, y que Uribe, debilitado internacionalmente, estaba cayendo en manos del venezolano. En realidad, Uribe estaba tendiéndole una trampa.
Nada teme Uribe tanto, como la posibilidad de que resurja en Colombia el anhelo o la esperanza de la paz con las Farc. El día que ello suceda, deja de ser necesario y se convierte en un pasivo. Por eso no cesa un solo minuto de lacerar la imagen de las Farc y de la izquierda democrática, para convencer a los colombianos de que la prioridad nacional debe ser la confianza inversionista, y no una paz que asegura es imposible.
Y el único capaz de encender la llama de la paz en Colombia, era Hugo Chávez, porque solo él podía ser mediador y garante de los intereses políticos de unas Farc cada vez más aisladas del mundo. Y al serlo, el presidente venezolano podría adquirir una influencia determinante sobre la agenda política y electoral colombiana, señalando al candidato presidencial con quien sería viable una negociación exitosa, y con quien no.
Pero Uribe sabía también, que si lograba forzar a Chávez a mostrar su proximidad política con las Farc, antes de que pudiera jugarla como un as bajo la manga, no solo lo desenmascaraba ante el mundo como aliado del terrorismo, sino que lo convertía en la columna vertebral de la hecatombe.
La pelea con Chávez le permite a Uribe cerrar el círculo del conflicto con las Farc y el Polo Democrático, que es la fuente de su popularidad, del apoyo de los Estados Unidos y los militares, y por ende de su poder hegemónico. El fantasma de la toma del poder por parte del terrorismo, toma una cara mucho más creíble bajo la imagen, y el verbo, de Hugo Chávez. Si la confrontación con éste se mantiene en tono espectacular, será muy difícil que los colombianos no se aferren a Uribe, como único salvador de lo que denominó el domingo pasado, “un gobierno con influencia del terrorismo en Colombia”.
Chávez sabía que no debía precipitarse para hacer su entrada en el escenario colombiano. Que debía esperar un momento electoral en que pudiera jugar su carta “pacificadora”, apoyando a un candidato de izquierda contra un uribismo fracasado en la consecución de la paz. Por eso abrazaba a Uribe con hipócrita paciencia.
Pero se dejó tentar por el espejismo del intercambio humanitario. Y permitió que Uribe acelerara el advenimiento del inevitable enfrentamiento, que llegó en el momento más desfavorable para Chávez en años. Luego del golpe demoledor del Rey de España, en medio de la posible derrota electoral por el referendo autoritario, y de la apoteosis de popularidad de Uribe. Pero sobretodo, de la demora marrullera de las Farc para dilatar su protagonismo, que acabó con el mito de que solo obedecerían a Chávez.
Uribe hizo carambola – le puso cara a la hecatombe despertando un nacionalismo fervoroso, graduó a Chávez de auspiciador del terrorismo, y despejó el peligro de una futura intervención exitosa del presidente venezolano en la política nacional -. Y le devolvió oxigeno al TLC, dándole a los norteamericanos lo que más les gusta, anti chavismo furibundo.