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¿Contra quién es la guerra contra las drogas?

Alvaro Forero Tascón
19 de septiembre de 2022 - 05:30 a. m.

En la Asamblea General de Naciones Unidas la gran mayoría de mandatarios hablarán sobre cómo la guerra afecta a sus países y de la necesidad de que quienes la alimentan dejen de hacerlo. Los europeos mencionarán el conflicto en Ucrania, por ser en su territorio y afectar a sus pueblos.

Los latinoamericanos deberían referirse a la confrontración que se libra en su territorio y que afecta gravemente a sus pueblos, la guerra contra las drogas. Las guerras son fundamentalmente contra quienes sufren las bajas y la destrucción, que en este caso son los países de América Latina y el Caribe, pues los muertos por consumo no son víctimas de la guerra contra las drogas sino del fracaso de las políticas de salud pública de sus países. De los 22 países que el Gobierno de Estados Unidos identifica como de producción o tránsito de drogas, 17 son de América Latina y el Caribe. Si el tratamiento de las drogas no fuera prohibicionista y represivo, estos países tendrían un problema de salud pública como los países desarrollados —mucho menor porque los países ricos son los grandes consumidores—, pero no la tragedia de violencia e ilegalidad que los azota por una política tan ineficaz como impuesta.

Ojalá el presidente Gustavo Petro lidere en su discurso ante la ONU los esfuerzos por desnudar un hecho evidente: que la guerra contra las drogas ha fracasado en reducir el consumo y la producción, aunque, como toda guerra, ha sido efectiva en sembrar muerte. Pero lo ha hecho en las tierras del chivo expiatorio del problema, el subcontinente latinoamericano, si se mide por muertos y daños no reparados. Chivo expiatorio porque la causa del problema es el consumo, no la producción ni el tráfico, que son consecuencias. Como en la lucha contra el cambio climático, todos los países son víctimas, pero unos son mucho más responsables que otros y por ende el esfuerzo debe ser interno y proporcional para que tenga éxito.

Aunque en la ONU el prohibicionismo es acogido no solamente por los países consumidores —tiene apoyo de naciones del Medio Oriente, Asia y África—, es el lugar desde donde se debe impulsar el revisionismo que lleve a entender que el sesgo del modelo a favor de los centros de consumo va en detrimento del resto del mundo, porque la prohibición es el combustible que alimenta la internacionalización del fenómeno por vía de las ganancias astronómicas. Solo presionando la discusión sobre el fracaso del modelo es posible modificar las reglas internacionales que lo amparan.

Es en la ONU donde los países latinoamericanos pueden mostrar que la nueva tendencia política mayoritaria del subcontinente permite por primera vez realizar esfuerzos diplomáticos en bloque y que esa unidad les da capacidad para condicionar apoyos a otros bloques a la disposición de discutir el modelo hacia la regulación.

Y es donde se puede explicar a la opinión pública mundial —especialmente a los jóvenes europeos, convencidos de que la inacción internacional frente a graves problemas como el cambio climático dejó de ser aceptable— que el modelo prohibicionista deja las utilidades millonarias en los países consumidores —cerca de US$100.000 millones solamente en cocaína—, mientras las transferencias para programas efectivos contra la producción, como la sustitución de cultivos, son ínfimas.

 

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