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¿Petro el reformista?

Alvaro Forero Tascón

11 de julio de 2022 - 12:30 a. m.

A pocas semanas de la posesión de Iván Duque escribí una columna titulada “Duque, ejecutor”, sosteniendo que no sería un presidente transformador. Así fue.

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Esa incapacidad abismal de Duque para entender y atender las demandas sociales de cambio le abrió las puertas a Gustavo Petro, por un lado, pero afianzó los temores al cambio, por el otro. El petrismo es una reacción histórica al uribismo porque el proyecto político de Uribe ha sido esencialmente retardatario, encaminado a debilitar los pilares de la Constitución del 91 para frenar el desarrollo de sus instituciones y derechos, primero, y a bloquear la gran reforma de la paz y la justicia transicional después, además de la de tierras, la pensional, la de la Policía, entre otras. La figura del “castrochavismo” —tomada por Uribe de los cubanos de Miami— en últimas buscaba satanizar todo reformismo con el temor de Venezuela para reducir los graves problemas colombianos a males menores que no requerían cambios sino paciencia, hasta que la seguridad y el crecimiento económico basado en bajos impuestos nos sacaran lentamente de la pobreza.

Una sociedad que no hace reformas de fondo desde el “Revolcón” a principios de los años 90, con la excepción de la gran reforma de la paz y algunas menores como la de la infraestructura, coge temor a los cambios. Sobre todo cuando finca su ilusión de progreso en la cómoda dependencia petrolera que debilita la productividad y en el personalismo que reemplaza instituciones por autoridad.

Pero, a la vez, ese bloqueo institucional causado por el extremismo ideológico uribista y la degradación corrupta del sistema político alimenta la sed de cambio a niveles tan altos que pasaron a segunda vuelta dos candidatos que ofrecían cambio, cuando lo normal es que compitan cambio vs. continuidad. El hecho de que la hegemonía uribista llevara su combate al cambio hasta niveles tan extremos, como oponerse a un proceso de paz y desoír protestas sociales incrementales, genera para Gustavo Petro un escenario irrepetible favorable a reformas.

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Petro solo tiene que probar que esas reformas no son castrochavistas, sino proporcionales a las necesidades y las posibilidades colombianas, para que adquieran sello de idoneidad y sumen apoyos ciudadanos y políticos de sectores que no votaron por él. La fórmula para lograrlo es el apoyo del Congreso, porque este genera un nivel de negociación suficiente para reducir cambios muy riesgosos, y a la vez el hiperpresidencialismo que en el sistema político colombiano les otorga a los presidentes suficiente poder para lograr cambios sustanciales. Duque no logró sacar adelante algunos cambios porque eran contrarreformas y porque no tenía un mandato electoral claro. El Congreso colombiano poco se opone a nuevos gastos y funciones del Estado, y Petro sabe que las concesiones del gobierno a los congresistas son para estos más importantes que los aportes de los sectores económicos.

El populismo es útil para el cambio electoral, pero completamente inútil para el cambio estructural, por eso termina recurriendo al autoritarismo. Gustavo Petro tenía dos caminos: el populista divisivo para asegurar su popularidad o el institucionalista unificador para lograr verdaderos cambios. Escogió el segundo.

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