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¿Por qué es una incognita qué tipo de presidente será Gustavo Petro, si lleva décadas en la política y se desempeñó en el segundo cargo de elección popular más importante del país?
Las credenciales democráticas que ha demostrado Petro desde su amnistía se ponen en duda por dos factores. Porque su principal enemigo político, Álvaro Uribe, lleva años sembrando la idea de que si Petro llegaba al poder, llevaría al país hacia una Venezuela porque es “castrochavista”. Pero también porque Petro lleva años deslegitimando al establecimiento, sosteniendo que en Colombia no hay democracia y que el Estado es un narco-Estado paramilitar.
La duda esencial radica en si será un presidente populista, basando su gobernabilidad en satanizar a las élites para mantener el apoyo de su base popular indignada y para agigantar el poder presidencial por encima de las otras ramas del poder, o si renunciará al populismo a la hora de gobernar.
La duda parece ingenua, pero no lo es. Petro ya renunció al extremismo en el pasado —la lucha guerrillera mediante un acuerdo de paz— para construir un consenso político —la Constitución del 91— y a partir de ese momento luchar dentro del sistema por la implementación democrática de ese acuerdo político.
Su recurso al populismo, dividir la sociedad entre el pueblo puro que él dice encarnar y la “élite corrupta”, se puede explicar por haber tenido en contra un sistema político bloqueado y degradado, que usaba todas las formas de lucha para detenerlo, desde la compra de votos hasta la persecución política de la Procuraduría, llegando al populismo de presentarlo como el coco “castrochavista” con vínculos conspirativos con Nicolás Maduro. La realidad es que Petro no es el único que recurrió al populismo, la derecha lo hizo primero con Uribe y ahora con Rodolfo Hernández, no contra la élite económica sino la política, a pesar de que contaba con el apoyo electoral de la clase política.
Es posible que Gustavo Petro esté dispuesto a repetir la fórmula de los 90: renunciar al conflicto con su enemigo político —Uribe, el ponente de su amnistía— y llegar a un acuerdo básico sobre el desarrollo de la Constitución que el ex-M-19 ayudó a construir y que el uribismo ha tratado de obstaculizar. O, al menos, busca neutralizarlo para que no le aplique la misma oposición populista feroz que a Juan Manuel Santos.
Pero la invitación a Álvaro Uribe de llegar a un acuerdo nacional no es la única señal institucionalista que el presidente electo ha dado. La demostración de que puede lograr una coalición mayoritaria en un Congreso presidido por Roy Barreras, para derrotar a los sectores conservadores y pasar una parte de su ambiciosa agenda legislativa, es prueba de que no necesita actuar contra el sistema, sino dentro del sistema. Si logra mayorías legislativas, tendrá los poderes del hiperpresidencialismo que el sistema político colombiano le garantiza a todo presidente, hasta a uno débil como Iván Duque, y no tendrá necesidad de recurrir a veleidades populistas y autoritarias.
A menos que sus reformas recluten demasiadas fuerzas en contra. Aunque en medio de la resistencia del establecimiento económico, Santos logró sacar adelante el Acuerdo de Paz con el apoyo del Congreso, Estados Unidos y los militares.
