La superinflación de candidatos presidenciales no es vigor democrático, sino reflejo de una crisis de representación. Los ciudadanos no encuentran ofertas políticas claras, sino una cacofonía de criminalizaciones por parte de una montonera de candidatos y partidos placebo. El deterioro de la representación política viene acelerándose, aunque es crónico de la cultura política desde el asesinato de Gaitán, que frustró la incorporación de las clases populares al sistema político y engendró la idea de que la democracia debe ser tutelada y protegida de sí misma para controlar el comunismo. Siguieron el Frente Nacional, que congeló la representación; la Constitución del 91, que la implosionó y desató la personalización, y la estocada de Álvaro Uribe a los partidos, que instauró el populismo.
Cuando una crisis de representación está madura se convierte en caldo de cultivo para los autoritarismos. Esta maduración se ha desplegado como por una mano invisible en cuatro actos:
Primero, la supuesta “democratización”. Bajo la apariencia de renovación y apertura democrática, en 2018 se reemplazó la tradición de candidatos presidenciales experimentados de los partidos y del establecimiento por figuras sin estatura presidencial. Se concretó con la elección a la presidencia de un senador de un período, sin trayectoria ejecutiva, elegido por designio de un caudillo. Nació el fenómeno: “cualquiera puede ser presidente”, que no democratizó la política, sino que la feudalizó pasando la elegibilidad a “kingmakers”.
En un segundo momento se separaron las aguas. La hiperpolarización impulsada desde ambos lados por los caudillos redujo la complejidad política a una variable: petrismo o antipetrismo. Esa política binaria succionó a los sectores no políticos como gremios, medios, universidades, etc. Para el ciudadano se hizo contraintuitiva cualquier posición distinta a petrista o anti Petro.
En el tercer momento se desató una “operación avispa”, atizada por un Consejo Nacional Electoral que crea nuevos partidos como conejos. La campaña reducida a dos bandos disparó el fenómeno “cualquiera puede ser presidente” y atrajo a políticos a tratar de alargar carreras políticas que parecían finalizadas. Esa reacción infantil de la oposición para enfrentar a un petrismo unificado y disciplinado se explica porque la izquierda también parecía copiar el fenómeno de todos contra todos, hasta que apareció un candidato con estatura presidencial que desplazó a varios aspirantes y ganó fácilmente.
Estamos en el cuarto momento, el surgimiento del supuesto “salvador”. Se presenta como solución al caos canalizando la rabia y ofreciendo orden y venganza contra el “enemigo”. Utiliza las argucias populistas de Trump, Bukele y Milei, aprovechando que los excesos están de moda. No necesita programa: basta prometer venganza. Aparece como respuesta al caos que la mano invisible creó. Su extremismo no aparece como defecto sino como virtud, para “limpiar”. Ofrece simplicidad frente a complejidad irritante.
El círculo se cierra con precisión: feudalizar rompió los diques, polarizar sobresimplificó la política, irritar con caos generó demanda de autoritarismo. Como la mano invisible del mercado, parece inmanente. Aparentemente, nadie la controla.