Felipe, Ciencias Políticas, Universidad de los Andes: “Se desilusionó con la universidad cuando, según él mismo, se dio «cuenta de que los hijos de los políticos, algunos de los cuales podían ser unas güevas en clase, terminaban de ediles o alcaldes solo por ser hijos de sus padres»”.
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Paola, Filosofía, Universidad Nacional: “Cuando a uno se le están cayendo encima las paredes y los techos de los edificios mientras está en clase, no tiene una opción muy distinta a la de organizarse”.
Mafe, Ciencias Sociales, Universidad de Nariño: “Ha encontrado en el movimiento estudiantil una oportunidad para organizar a sus compañeros y a otros sectores de la sociedad civil con el objetivo de presionar por políticas públicas […] para intentar que el Estado se constituya en una red de rescate y no en un vecino indiferente para quienes sufren las consecuencias”.
Estos son solo tres de los testimonios recogidos en la crónica-ensayo Parar para avanzar (Planeta, 2020), de la profesora Sandra Borda, una entre 49 ciudadanos que evidenciaron, por medio de acciones legales, un problema nacional: la “intervención sistemática, violenta, arbitraria y desproporcionada de la fuerza pública en las manifestaciones ciudadanas”. La Corte Suprema de Justicia ordenó a las autoridades responsables del manejo de las movilizaciones sociales una serie de acciones para garantizar el ejercicio del derecho a la protesta pacífica.
Al margen de la reacción —predecible— del ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, y demás funcionarios, en medio de la reactivación de la movilización social vale exaltar a quien no se resigna ante los actos vandálicos del poder: el ciudadano, pero no entendido como el “habitante” de la urbe ni el portador de una cédula, sino aquel que entre gases lacrimógenos lanzados por “la ley” y ráfagas de agua escupidas por tanquetas se debate entre el “todo cambia” de Heráclito y el “nada cambia” de Parménides.
Desde los griegos hasta Henry David Thoreau, pasando por los estudiantes que gritan consignas en la Plaza de Bolívar, muchos se han preguntado por ese “ser todos” que encarna un ciudadano. La tempestad que desata el sentirse a la deriva bajo la categoría de “ciudadano colombiano”: los asesinatos de Dilan Cruz (hasta ahora impune) y de Javier Ordóñez a manos de la fuerza pública. 14 personas que perdieron la vida violentamente y más de 200 heridos en protestas que originalmente eran pacíficas. Cámaras y tecnología citadinas: un Gran Hermano ciego ante los infiltrados violentos e inclemente con los cargapancartas. Medios de comunicación que titulan con vitrinas rotas y CAI destruidos antes que con vidas humanas perdidas. El uso por la Presidencia de recursos del Fondo de Programas Especiales para la Paz en publicidad para desestimar el paro nacional. 264 personas asesinadas en 61 masacres en lo que va de 2020 (datos de Indepaz). Y una tasa de desocupación juvenil del 29,7 %.
¡Esto supera la creación de un “Estatuto de reacción, uso y verificación de la fuerza legítima del Estado”!
Entretanto, la ciudadana Natalia Bernal Cano insiste en congestionar la Corte Constitucional: empeñada en condenar a muerte (por aborto inseguro) o cárcel (por aborto fuera de las tres excepciones) a las mujeres más vulnerables del país.