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Bogotá está “2.600 metros más cerca de las estrellas”, pero no está por encima de nadie.
Más que una imposición normativa, histórica, que ha pasado por intentos de transformación (la elección popular de alcaldes y gobernadores, por ejemplo), el centralismo es una manera de pensar instalada en el ejercicio del poder y en los discursos desde la capital.
La coyuntura política y social en Medellín ha desnudado en los medios de comunicación un sesgo discursivo arraigado entre periodistas, analistas y académicos que residen en Bogotá: es una práctica de dominación, entre conquistadora y colonizadora, que podríamos denominar “centralsplaining” por asociación con el neologismo “mansplaining” (“machoexplicación”, diría la RAE) y que consiste en hablarle a otra persona con condescendencia, desde un lugar de supuesta superioridad en jerarquía o entendimiento.
Tan equivocados están quienes consideran que Medellín es una “hermana menor” como aquellos que la creen “superior” porque cuenta con un sistema metro o por la limpieza de sus calles y la belleza de su jardinería urbana (ya casi perdidas como consecuencia de la mala administración). Somos la segunda ciudad de un país en desarrollo, tratando de salir adelante conectados con ese todo de lo que aspiramos sea una nación.
Mi ciudad, donde he residido (¡habitado!) la mayor parte de mi vida, afronta hoy uno de los momentos políticos y sociales más complejos de su historia. Como muchas ciudades, hemos sobrevivido a malas administraciones, pero la de Daniel Quintero va más allá: no solo fracturó los sistemas de conexión interinstitucional —el diálogo entre las mismas instituciones públicas, y entre las públicas y las privadas—, sino que ha causado un daño en el tejido social que tardaremos años en recuperar.
Medellín no es la caricatura que se busca perpetuar: el batallón de uribistas buscapleitos con sombrero y carriel ya no llega ni a corrillo; los nostálgicos de los Jorges Robledo, el “poeta” (de una raza que no existe) y el “mariscal” (amo de jaurías que despedazaban indígenas), están en vía de extinción. Medellín es cada vez más plural y diversa. No sé cuántos de los más de 300.000 ciudadanos que votaron por Daniel Quintero refrendarían hoy su mandato, como tampoco habría una forma de determinar con precisión qué porcentaje de esos votos fue de opinión o producto de maquinarias politiqueras regionales con las que el alcalde está aliado, como las de Luis Pérez Gutiérrez y el clan Suárez Mira.
No dudo que muchos análisis desde el centro responden a una intención genuina de pensarnos en conjunto para mejorar. Y no, no propongo censuras. Y sí, agradezco la solidaridad. Solo pido moderar el “mal de altura” (¡la arrogancia!) y elevar el nivel de información objetiva, despojada de intereses electorales, sobre lo que ocurre en Medellín.
No quiero caer en la falacia de autoridad de “solo quienes vivimos en Medellín podemos hablar de ella”: las miradas externas siempre son necesarias. El ojo ajeno, con buen enfoque, enriquece los debates.
La dignidad de las regiones, al igual que la de las mujeres, es una conversación política de la mayor trascendencia. Es una lástima observar cómo los debates políticos que de verdad cambiarían la vida de la ciudadanía terminan reducidos a fuerzas centrípetas, nimiedades electoreras. Politiquería. Egos en disputa.
Todo “mal de altura” termina por convertirse en un terrible dolor de cabeza.
