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Discurso viral (y virulento)

Ana Cristina Restrepo Jiménez

28 de enero de 2021 - 10:00 p. m.

Una de las variables más peligrosas del coronavirus es el lenguaje viral, virulento: el discurso en torno al COVID-19.

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Por sus múltiples formas de transmisión y carácter perjudicial si se usa mal en plena pandemia, el poder infeccioso de las palabras radica en que los hablantes nos sentimos asintomáticos: no somos conscientes de que portamos y esparcimos un discurso construido en torno al COVID-19. Solo sometiendo el lenguaje a prueba detectamos ese mundo paralelo que hemos creado y en el cual el virus parece superior a las posibilidades humanas.

Con la celeridad de una cepa titánica, propagamos el binarismo: ante la pandemia solo somos “víctimas” o “victimarios”.

El cerebro humano, complaciente como suele ser, busca un lugar cómodo para identificar y describir lo que le cuesta procesar, por eso nos referimos a la pandemia como “batalla”, “lucha” o “guerra”. A quienes mueren por el virus los matamos dos veces al recordarlos desde el fracaso: “Perdió la batalla contra el COVID-19”. Ni el guerrero más mezquino llamaría “perdedor” al caído en combate del propio bando.

Bajo la metáfora bélica, la pandemia ha acatado el “principio de distinción”… a su manera. El derecho internacional humanitario establece que “las partes en un conflicto armado deben distinguir en todo momento entre combatientes y objetivos militares [...] y atacar solo a los objetivos legítimos”. El coronavirus nos trata a todos como “objetivo legítimo”, así algunos nos agazapemos detrás de mejores trincheras: podemos trabajar desde la casa (¡tenemos un techo!), contamos con ingresos estables, accedemos a atención en salud, hacemos ejercicio regularmente, carecemos de comorbilidades, somos menores de 65 años, poseemos herramientas que nos permiten elegir la información que consumimos y un largo etcétera de privilegios, golpes de suerte. Como a cualquier libertario neoliberal, al COVID-19 no le importan los derechos ciudadanos.

La pandemia discierne quiénes son “los desarmados” para matarlos primero. Distingue al “distinguido”. Según la Secretaría de Salud de Bogotá (23/08/2020), en la capital la tasa de mortalidad por COVID-19 en estrato 1 es de 10,3 por cada 10.000 habitantes. En estrato 6 desciende a 2,1. ¿Pero y el ministro de Defensa? Si Carlos Holmes Trujillo hubiera sido un reciclador, es muy probable que se hubiera contagiado muchos meses antes y su fallecimiento hubiera acaecido más pronto.

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En cuanto a los “héroes”: los hospitales son atendidos por personas reales a quienes les exigimos más allá de sus posibilidades humanas.

El lenguaje no le ha servido a Colombia para establecer cercos diplomáticos y mucho menos epidemiológicos. Un par de entrevistas radiales evidenciaron el fracaso de los cercos epidemiológicos: en la narración del fallecimiento de un peluquero infectado en Kennedy, un familiar dijo que nunca hubo un seguimiento de las autoridades para identificar quiénes habían estado en su barbería. Con Trujillo ocurrió lo mismo. La conversación insiste en señalar “culpables”, atribuir responsabilidades del contagio y desecha lo básico: ¡trazar contactos para detener la propagación!

Con las palabras, hemos dotado de características humanas a una especie de coralito microscópico que solo busca prolongar su existencia a expensas de la nuestra.

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Y eso que no han llegado las vacunas. Ya veremos qué variantes adopta el lenguaje de un país que se empeña en hablar como nación rica mientras su gente muere como en republiqueta pobre.

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