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Una de las incertidumbres ante la muerte es la huella que dejamos, cómo seremos recordados… si es que eso sucede. Para los políticos –cuya egolatría no distingue tendencias ideológicas–, esa duda es una cuestión de honor.
Quienes hoy cuentan con los recursos, el prestigio, los contactos y el recorrido para preservar su “legado”, suelen ser “intocables” para la justicia. Ante tal aparato político, económico y social, queda una sanción de largo plazo: la memoria histórica, cuyo poder se erige desde un presente continuo como un castigo latente, que se presiente y genera lo que las ciencias de la salud mental denominan “ansiedad anticipatoria”.
Los “intocables” buscan asegurar su dominio post mortem del relato oficial: ¿cómo permanecerán en cafeterías, aulas, archivos históricos o en placas conmemorativas y monumentos, ya despojados de la imponencia de su presencia física? ¿Cuánto peso aguanta un pedestal?
Al día siguiente de su posesión, Donald Trump indultó y conmutó penas a casi 1.600 involucrados en el asalto al Capitolio. Le ordenó al FBI despedir a investigadores del caso. El presidente, condenado e investigado por la justicia, llama “prisioneros políticos” a quienes destruyeron bienes públicos y atacaron policías. A quienes incurrieron en conspiración sediciosa.
Pero borrar la memoria histórica no siempre es un acto voluntario y astuto –como el empeño de Javier Milei por lavarle la cara a la dictadura argentina–. Un imbécil con iniciativa, medios y poder, basta: Benjamín Netanyahu y su gabinete no solo cargan con la muerte violenta de más de 47.000 personas; su venganza contra los terroristas de Hamás, además de ignorar los aprendizajes de la Segunda Guerra Mundial, ha fracturado el consenso amplio en torno al hecho histórico –que no admite revisionismos– de que millones de judíos fueron masacrados. Han sido víctimas. El búmeran de Netanyahu es la revictimización de su propia comunidad, al vindicarla en su incendiario discurso de victimario.
En el plano nacional, Álvaro Uribe lucha por conservar el relato heroico de la “seguridad democrática”, que se desmorona ante unas Señoras (las cuchas, en femenino, pues las mujeres capitanean las búsquedas) que han consolidado una voz política desde la resistencia civil. Durante décadas han hecho lo que cualquier mamá, esposa, hija o hermana haría ante la desaparición de un ser amado: ¡buscar!
Gustavo Petro también pisotea la memoria histórica al desmarcarse públicamente de la izquierda colombiana. O cuando reivindica la Constitución de 1991 como un logro del M-19… cuya victoria real fue haber sido elegidos como constituyentes, sin armas, en democracia.
(Las razones del lobo, obra de Marta Hincapié Uribe, no solo dibuja a su madre, la maestra María Teresa Uribe: la serenidad pavorosa del documental explora la construcción de la historia oficial en Colombia).
“Donde hay poca justicia es un peligro tener razón”; el adagio atribuido a un “cucho” del Siglo de Oro español enmarca hoy el reclamo moral (más profundo que el de verdad y justicia) plasmado en los murales callejeros que honran a las Señoras.
