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Herodes 2.0

Ana Cristina Restrepo Jiménez

28 de diciembre de 2025 - 12:00 a. m.

Siete meses antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, cinco comediantes fueron censurados. Joseph Goebbels, ministro de Propaganda nazi, los calificó de «descarados, impertinentes, arrogantes, sin tacto». Tildó a sus audiencias de «escoria parasitaria».

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Aquella cancelación de 1939 cobró un nuevo aliento, se viralizó después de que Donald Trump, el «defensor de la libertad de expresión», sancionara el show Jimmy Kimmel Live!.

No, no se trata sólo de humor –los autócratas le temen a la risa, al canto y al baile–…

La semana anterior, el Departamento de Estado de Estados Unidos, les negó el ingreso a dos activistas británicos que luchan contra los discursos de odio y la desinformación. Bajo señalamientos de coartar las plataformas tecnológicas y entorpecer la libertad de expresión, también fueron vetados un ex comisario francés de la Unión Europea y dos integrantes de un colectivo alemán.

Entre los cancelados están Imran Ahmed, director del Centro para la Lucha contra el Odio Digital, una organización dedicada a concientizar a grandes empresas tecnológicas para que dejen de servir a promotores de odio y desinformación (como neonazis y antivacunas), y a evitar que se financie con publicidad a medios y plataformas que publiquen noticias falsas. Así mismo, Clare Melford, directora ejecutiva del Índice Global de Desinformación, alerta sobre fake news y sus efectos en el planeta.

La libertad de expresión no equivale a que «todo sea dicho por todos». Tampoco radica en permitir sólo la libertad de «los míos». Se trata de estándares aplicables a situaciones, no a personas. Aquello de «prohibido prohibir» es una paradoja lejana y ajena: el derecho a la libre expresión es el blindaje de otros derechos como el derecho a la vida o los derechos de los niños. Protegerlo exige detener los discursos de odio y desenmascarar a quienes disfrazan como «información» mentiras al servicio de intereses privados, el concepto de libertad plegado a los privilegios del poder.

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El filósofo Byung-Chul Han, explica en La crisis de la narración (Herder, 2024): «Aquí [en el régimen de la información] la libertad no es reprimida, sino que se explota por completo. Cae bajo el control y el manejo. El poder […] se oculta tras una apariencia de libertad y comunicación».

Trump se opone –en apariencia– a cualquier moderación de contenidos desde enero de 2021, cuando Meta y Twitter suspendieron sus cuentas por incentivar a la violencia durante el asalto al Capitolio.

Hoy, evocamos la historia bíblica de Herodes El Grande, símbolo de maldad in sæcula sæculorum: mandó a matar a los bebés menores de dos años al sentirse amenazado por un nuevo rey, recién nacido.

En nombre de la libertad de expresión, hoy se daría RT a trinos como «Los niños menores de dos años son una amenaza para la estabilidad del reino de Judea». Con cuenta verificada, el @HerodesElGrande publicaría sin recato un trino tagueado a @ReyesMagos: «Id allá [a Belén] y averiguad con diligencia acerca del niño; y cuando le halléis, hacédmelo saber, para que yo también vaya y le adore».

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Los Herodes 2.0 alcanzan su cima –más que metafórica– en los archivos Epstein. El expediente EFTA00020518 del FBI contiene una acusación de violación contra el presidente de Estados Unidos. Time publicó el relato de un conductor de limusina: «Informó de una conversación telefónica muy preocupante con Trump mientras lo llevaba a un aeropuerto en 1995. Trump mencionó repetidamente el nombre Jeffrey durante la llamada e hizo referencia a abusar de una chica».

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La democratización del conocimiento que prometía internet nos convertiría en ciudadanos más críticos, más alertas. Y acá seguimos, pasándola por inocentes.

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