Esta es una casa campesina construida hace 130 años, de chambrana, ventanas arrodilladas y patio florecido.
Cuentan que su dueño original, don Felipe Jaramillo, era un tipo bebedor y dicharachero que fue herido de muerte en una noche de juerga. Con el último aliento montó su mula, que lo llevó, ya sin vida, hasta la puerta de su casa, hoy conocida como Ziruma (“El lugar de los dioses. Más allá del cielo”).
Esa es la casa de Manuel.
A Manuel le gustaba escribir, en especial cartas a su madre. Cuando subió al poder Rojas Pinilla, se exilió en Venezuela y luego, en Centroamérica, siguió el rastro de su poeta predilecto, Porfirio Barba Jacob. Entonces ganó varios premios literarios y, cuando recibía el dinero, le enviaba la mitad a su madre (que a su vez le guardaba una parte para su regreso a Colombia).
Con esos ahorros compró Ziruma, en un paraje de El Retiro, al oriente de Antioquia. Aunque había nacido en Jericó, al suroeste, la parábola del retorno devolvió a Manuel a la tierra de sus ancestros Mejía.
Escribía y escribía. Después de su primera novela, La tierra éramos nosotros (1945), jamás dejó de hacerlo: los anocheceres le llegaban colmados de palabras. Apuntaba en libretas, cuyas páginas tachaba con una “W” tan pronto las pasaba “en limpio”, leía sin cesar (León de Greiff, Elkin Restrepo, Thomas Mann…), e interrumpía para conversar con sus hijos o jugar solitario sobre una toalla.
Los miércoles bajaba a Medellín al taller de escritores en la Biblioteca Pública Piloto, y con un vaso de “Ron Medellín Vallejo” sobre la mesa, solía hablar de la muerte: “Lo importante no es durar”, decía. Los fines de semana, eso sí, eran para los amigos, para conversar, reírse, y tirarse durísimo.
Manuel le escribió al colonizador y a la montaña, pero también a la ciudad y su bohemia. Este año cumpliría 90. Hace 15 que murió.
La puerta de Ziruma la corona un festón de flores amarillas de chirlobirlo (guayacán montañero, pariente del carbonero). En el patio trasero, adornado con hortensias y begonias, la casa tiene dos palmas —de corozo— que una tarde llevó de regalo Fernando González, hijo.
Bajo las raíces de un roble están las cenizas de Manuel. Su epitafio, que tanto lo hacía reír en las farras, no está inscrito sobre la piedra sino en los recuerdos de la casa: “No me traigan más trago que ya estoy muerto”.
“El Polvo reina, el Polvo, el Iracundo! / ¡Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!”, silba el viento en esa tumba. Es la voz de El hombre que parecía un fantasma, su poeta, Barba Jacob.
Cuando la luna asoma en Ziruma, espanta el paso lento de una bestia con su amo a cuestas. El sonido de sus herraduras contra el cascajo se confunde con el vertiginoso tas-tas-tás de la Olivetti en la que se escribió un capítulo fundamental de la literatura colombiana del siglo XX.
*Ana Cristina Restrepo