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Pablo Escobar advertía: “Dejen a la Monita que suba, dejen a la Monita trabajar”.
El 10 de agosto de 1990, “con un decreto presidencial y las manos vacías”, María Emma Mejía Vélez regresó a su ciudad natal para apostarle a la Consejería Presidencial para Medellín.
Mejía es una mujer para Colombia y el mundo (por sus cargos diplomáticos), pero es otra para las comunas del norte de la capital antioqueña. La Monita, como la conocían en las laderas, se ajusta a la descripción de la catedrática británica Mary Beard en Mujeres y poder: “Un elemento que comparten muchas de estas mujeres [con poder político] es la capacidad de convertir los símbolos que normalmente despojan de poder a las mujeres en una ventaja a su favor”. La primera consejera transgredió el “orden natural” con su presencia en la política: edificó su poder sobre los pilares de la feminidad (cuya lectura social se vincula a la fragilidad), el cuidado (asociado como exclusivo del ámbito doméstico) y la comunicación (caricaturizada cuando se trata de mujeres estrategas).
“Creo que si un hombre hubiera estado en Medellín no habría logrado la comprensión, la empatía, la capacidad de convencimiento”, asegura.
¿Cuál fue la respuesta de aquella sociedad conservadora y golpeada por la violencia?
Ni “Pablo” entendió que la Monita estaba ahí para arrancarle reclutas a su ejército de sicarios, ni las autoridades supieron interpretar en el largo plazo su modelo de comunicación horizontal y de cuidado en el ejercicio del poder: ¿cómo es posible que la misma ciudad que se vio en el espejo del programa de televisión Arriba mi barrio fuera después victimizada con la Operación Orión?
“1991 fue el año más violento en la historia de Medellín: casi 6.700 muertos, la mayoría menores de 26 años, la mayoría asesinados a bala. 382 muertes por cada 100.000 habitantes, la tasa más alta de la historia de muertes violentas en cualquier época, en todo el mundo”, recuerda el consultor Jorge Melguizo, del equipo periodístico de Arriba mi barrio.
El plural de El camino que abrimos* no es una coincidencia: desde Héctor Avendaño, su conductor; Alonso Salazar, su pasaporte a las comunidades más vulnerables; hasta su mano derecha, Luz María Sierra; pasando por la profesora María Teresa Uribe de Hincapié; la Corporación Región; el Centro de Estudios del Hábitat Popular de la Universidad Nacional; el Instituto Popular de Capacitación; Antioquia Presente; la Corporación Cultural Nuestra Gente; Barrio Comparsa y el Teatro Matacandelas, todos robustecieron ese “nosotros”.
El fin de su matrimonio con Lucas Caballero fue el precio que pagó tras casi tres años de dedicación a la Consejería.
En la presentación de sus memorias, le pregunté sobre la relación de los industriales con las instituciones oficiales en aquel entonces: “La empresa privada tuvo poca fe en la Consejería. No creían en el proyecto, que lograra algo. Poco a poco comenzamos a acercarnos”. Hoy, cuando la Alcaldía de Medellín cuestiona la presencia de privados en el ámbito público, Mejía opina sobre los empresarios: “¡La neutralidad no es una opción!”.
De bluyines y tenis, tendiendo puentes entre “fronteras invisibles”, Medellín significó para María Emma Mejía una “lección inaugural” de diplomacia. Y la Monita, para nosotros, una asignatura que nos urge repasar.
* “El camino que abrimos”, María Emma Mejía. Bogotá, Penguin Random House, 2021.
