Si todos somos “malos”, ¿a quién responsabilizar de los males?
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El presidente Gustavo Petro señala y equipara enemigos por doquier: Clan del Golfo, guerrillas y disidencias que se resisten a la Paz Total, congresistas independientes y de oposición, ex integrantes de su gabinete, periodistas, empresarios, banqueros (no todos, eso sí)…
El historiador Eric Hobsbawm describió cómo las identidades colectivas “se definen negativamente, contra otros”. La construcción de un enemigo –“los otros”– que sea la causa y “explique” los males fortalece el “nosotros”, la coherencia interna de los discursos ideológicos.
La Comisión de la Verdad recoge la historia de la construcción del enemigo político en Colombia en el marco comunismo-anticomunismo. De ahí se desprenden los epítetos que han servido como tentáculos del “monstruo”: “Marxistas”, “comunistas”, “socialistas”, “guerrilleros”, “castrochavistas”, “sindicalistas” (mímesis del Partido Popular, en España), son algunas de las palabras pronunciadas en el pasado por quien lideraba la majestad del Estado en Colombia. Hoy, desde el mismo lugar de poder, los calificativos han mutado: “nazis”, “colonialistas”, “oligarcas”, “neoliberales”, “capitalistas”, “burgueses”, “terratenientes”.
Los discursos populistas exacerban la polarización no solo al satanizar al “otro”, también al establecer la superioridad del “nosotros”.
Para el discurso populista de la derecha colombiana, el mayor “problema” de los Acuerdos de La Habana (cuya implementación va en un 34 %, de acuerdo con el Instituto Kroc) es haber acabado con el “enemigo integral” que eran las FARC.
Los Acuerdos evidenciaron que la renovación del enemigo (en singular) es el “colágeno” de los populistas. Pero es necesario elegirlo bien. Por ejemplo, el expresidente Álvaro Uribe falló en su campaña de graduar a Juan Manuel Santos del “gran” enemigo: los malabares para ubicar al expresidente Santos –¡un Santos!– como político de izquierda son irrisorios. (Ver: https://www.youtube.com/watch?v=aKSuiYFOfZQ).
2025 no es 1989. En 1989, el Estado no contaba con las herramientas que ofrece la Constitución de 1991. En 1989, había cohesión en el gobierno. En 1989, el “enemigo” era claro. El día del abatimiento de Pablo Escobar, un colega comentó en la sala de redacción de El Colombiano: “Ahora: ¿a quién le vamos a echar la culpa de todo?”. Existían guerrillas y paramilitares, pero el rechazo al Cartel de Medellín unía al país.
Elegir al “enemigo” exige leer las coyunturas. El “enemigo público” debe ser identificable (por sus actos, palabras, origen…), unificar a la opinión pública (de los movimientos sociales, partidos políticos, ciudadanos…) desde el repudio, y ser un cuerpo con unidad “maligna”. Aquello de “divide y vencerás” no funciona cuando se trata de posicionar un enemigo público, atomizarlo reduce efectividad en el discurso y confunde: ¿Calarcá? ¿Mordisco? ¿Comuneros del Sur? ¿Disidencias de las disidencias? ¿Con quiénes hay diálogos?
No es cierto el cliché de “el peor enemigo de Petro es él mismo”: ¡Son sus amigos y consejeros, incapaces de incomodarlo! Con el “Decretazo” y las recientes asociaciones de esta coyuntura con la Asamblea Constituyente, el presidente minimizó su “nosotros”, perdió parte de la izquierda no petrista y la centroizquierda que lo eligió.
El autor intelectual del atentado contra Miguel Uribe (a quien le deseo una pronta recuperación) leyó ese vacío. Si todos somos enemigos, todos somos culpables. Y nadie lo es.