
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
A Yanette Bautista (1956-2025).
Nancy nació entre tajos de leña y cenizas, acurrucada en el helaje de las montañas de Nariño. Su mamá se agazapó en una tulpa para esconder su primer alumbramiento del qué dirán; la abuela cortó el cordón umbilical con un machete y, con una tira, amarró el ombligo de la bebé.
Los cultivos del pancoger, regueros de gallinas y patos y cuyes, y La Chacha —una marrana que creció hasta convertirse en un zepelín— fueron el paisaje de su infancia. Su madre formó una familia y se mudó a Putumayo. En la adolescencia, asesinaron a su padre adoptivo, su adoración; lo abalearon en una heladería, nadie lo ayudó por temor a las represalias. Por allá en 1990, las hoy extintas FARC aplicaban el estribillo «primera perdonada, segunda avisada, tercera castigada». Se rumoraba que los culpables eran Los masetos (Muerte a Secuestradores).
En la primera incursión en su pueblo, los paramilitares fulminaron una verbena completa en el parque principal: «Cogieron un man, lo degollaron y jugaron balón con su cabeza». La siguiente, con el Ejército, impusieron el toque de queda, su propia ley y moral: al infiel lo arrodillaban en público para aconductarlo con «planeras».
«Con la guerrilla, si usted no cumplía con la vacuna, lo mataban y dejaban el cuerpo. Los paramilitares, lo desaparecían», recuerda.
Desaparecieron a sus hermanas. Desaparecieron al padre de su hija mayor.
En las esquinas le hacían el feo porque buscaba desaparecidos, porque «tenía la muerte encima». En 2008 llegó a Bogotá, despojada de sus pertenencias y de sus raíces, con incontables desplazamientos que destruyeron su historia crediticia como pequeña negociante. Con su hijo menor, durante tres años, deambuló desde Soacha hasta el centro, intentando entablar conversaciones para buscar trabajo; a esa india, ni con la mirada le respondían. Apoyada por la Minga, se colocó en la casa de quien cambiaría su relación con el mundo: Yanette Bautista.
La sintió llorar mientras aplanchaba, se acercó, la oyó, la abrazó, la llevó a una peluquería, le compró ropa nueva y enseres para su vivienda arrendada: «La doctora Yanette me recogió de la calle, es como mi madre. Si le llega a pasar algo… ¡Ella es mi vida!».
Nancy, actual defensora de derechos humanos, encarna el poder transformador de la Fundación Nydia Erika Bautista, creada y dirigida por Yanette Bautista.
Como las madres de muchos desaparecidos, Yanette vio nacer a su «hija», la Ley 2364 de 2024, que reconoce a las buscadoras como sujetos de especial protección constitucional, pero no la vio crecer: el Estado aún no implementa a cabalidad las políticas públicas para que mujeres como Nancy sean reconocidas, dignificadas. ¿Las demoras con las observaciones de varios ministerios al Decreto Reglamentario obedecieron a paquidermia estatal o a falta de voluntad política? ¿Y el Registro Único de Mujeres Buscadoras de la Unidad para las Víctimas?
«¡Buenas noticias! ¿Te das cuenta? ¡Vivo en un país en el que una fosa con centenares de víctimas son buenas noticias!»: el consuelo de Subdin, sobreviviente del campo de Trnopolje (Bosnia), citado en Las sepultureras de Taina Tervonen, es el mismo de cualquier familiar de las 132.877 víctimas registradas por la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas.
A los políticos y a las instituciones que han manifestado su pésame por el fallecimiento de Yanette Bautista, y a los tomadores de decisiones —como el presidente Gustavo Petro— que no pierden la oportunidad de publicar fotos con buscadoras o de exaltar el emblema de «Las cuchas tienen razón», no sobra recordarles: ¡el mejor homenaje a una vida es honrar su obra!
