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La libertad de expresión es una sombrilla que se convierte en carpa si se trata de entornos democráticos, de Estados de derecho. Cuando las tormentas amenazan, todos buscan ese refugio: en las redes sociales virtuales y las calles de Medellín, verbigracia, los violadores de los derechos de autor se amparan en la “libertad de expresión” para difundir sus plagios. La piratería es un delito y, en consecuencia, censurable.
La libertad tiene límites.
Se miran con recelo las divergencias en torno a la libertad de expresión suscitadas entre periodistas, una puja atravesada por elementos centrales que definen la libertad de prensa, como el debate en torno a los monopolios informativos, la técnica del periodismo o los códigos de ética...
La libertad de prensa es un derecho luchado durante varias generaciones y exige deberes.
Frank La Rue, exrelator de la ONU sobre la protección y promoción de la libertad de expresión, afirma sobre los códigos éticos: “La diferencia entre los derechos humanos y la ética estriba en que los derechos humanos son una normativa obligatoria, mientras que la ética es una opción voluntaria de valores. La existencia de códigos éticos es importante y deseable, pero no la puede imponer el Estado. En ese momento, se convertiría en ley y dejaría de ser ética”.
El Estado no los puede imponer, ¿pero cómo exigirlos entre pares? ¿Estimular la autorregulación? ¿Protegemos solo a quien nos es “afín ideológicamente”? ¿Defender la libertad de prensa “según el marrano”?
La jurisprudencia interamericana diseñó un test para determinar si una limitación del derecho a la libertad de expresión es admisible bajo la Convención Americana. Son tres criterios: “(1) Principio de legalidad. Toda limitación a la libertad de expresión debe haber sido prevista en forma previa, expresa, taxativa y clara en una ley, en el sentido formal y material. Al existir una prohibición absoluta de la censura previa, la ley que establezca una limitación a la libertad de expresión solo puede referirse a la exigencia de responsabilidades ulteriores. (2) Principio de legitimidad. Toda limitación debe estar orientada al logro de objetivos imperiosos autorizados por la Convención Americana, orientados a la protección de los derechos de los demás, la protección de la seguridad nacional, del orden público, de la salud pública o de la moral pública. (3) Principio de necesidad y proporcionalidad. La limitación debe ser necesaria en una sociedad democrática para el logro de los fines imperiosos que se buscan, estrictamente proporcionada a la finalidad perseguida e idónea para lograr el objetivo imperioso que pretende lograr”.
El desacuerdo y la autocrítica son indispensables. Lo que no parece sano es la legión de “madres superioras” del periodismo que se escudan en la libertad de expresión para destruir a colegas con base en información no verificada, con publicaciones carentes de rigor o que se valen de bodegas virtuales para excusar su falta de profesionalismo y victimizarse (¡víctimas los periodistas acorralados por criminales en los andenes del Pacífico, Montes de María, norte del Valle, Urabá antioqueño o Chocó!).
El periodista digno se defiende con su trabajo.
Nos corresponde emprender una suerte de “Plan Marshall” para la reconstrucción de la credibilidad del periodismo: honrar los principios del oficio, aquellos que permiten formar audiencias críticas con capacidad de entender el alcance de la sentencia de McLuhan hace más de medio siglo: “El medio es el mensaje”.