La serie El cartel, hecha en televisión por el Canal Caracol, es un espeluznante fresco de época. Termina por ser el costumbrismo de este momento tenebroso en el que después de dos décadas de imperio del hampa ha logrado contaminar todo lo que toca, hasta el paisaje o el pensamiento en Colombia.
La mirada impávida del televidente común, un día tras otro a las fechorías hechas con una naturalidad escabrosa, sirven para completarle la escena de cómo se ha cambiado el país por uno que comienza a serle evidente, donde caben el narcotráfico y el delito como régimen reinante: una moneda, una estética, una política y en especial una conducta de supervivencia en un estado alterado de cosas.
La serie en boga es una pormenorizada observación de este universo rastrero que se rige por fuerzas que se estorban o se oponen, con órbitas en las que gravita un mundo cerrado que se inventa el sentido y la lógica implacable formada de traición y ambición, donde imponerse es mortalmente indispensable. Surgen por momentos el humor ramplón y leves asomos de belleza o consideración que sirven para hacer más cruel la ausencia de escrúpulos, la alevosía, la deformación que da pie a esta caracterización.
Los actores que construyen estas imitaciones de los personajes reales que han hecho esta época logran ser tan contundentes que el escozor ha llevado a los productores de El Cartel a pedirles que al final de su ciclo dentro de la serie hagan una confesión de parte en la que marquen distancia con la conducta de su personaje y descalifiquen su aparente éxito. No hay antecedentes mediáticos de esta aclaración ética en la que quiere darse una moraleja contraria a la que propone lo representado.
Ya no es el predominio del sicario como exterminador inconsciente que materializa muertes y que fuera la imagen más prominente de la primera etapa en la que amedrentaron la sociedad, sino el advenimiento de otras figuras, con más edad y que caben en el término empresarios de riesgo que consolidan un negocio a su medida, en contra de cualquier impedimento sobre el que está basado precisamente el tráfico: su prohibición legal.
Este esparce su modelo a lo lícito tanto como a lo ilícito, y es el que ha dejado en su recorrido un tendal de muertos. La narración sólo se ocupa de policías y ladrones sin tocar el paramilitarismo ni la parapolítica que crecieron a la sombra del tráfico de drogas y sus efectos podemos vislumbrar constantes en noticieros y programas de opinión.
En un mismo día televisivo son vistos varios planos de acción que tienen conexión entre sí aunque no la subrayen. Puede verse la versión completa del video de la ‘Operación Jaque’ del rescate de los secuestrados donde las risas de los militares sobre la calidad del falso logotipo, o el uso deliberado del chaleco de la Cruz Roja indican como esta inteligencia está emparentada con el engaño.
También aparece en otro lado el paramilitar HH pidiendo no ser extraditado para que su declaración, tan cínica como la de todos sus antecesores pero al menos confirman los crímenes logre inculpar a los políticos y a quienes conviven con el paramilitarismo como método. Siguen el desplazamiento continuo y las fosas comunes. Una conferencia internacional contra el narcotráfico habla de intenciones en Cartagena sin conexión con la realidad. En este telón no se sobreponen figuras de lo lícito que rompan el monopolio que el narcotráfico ha hecho. Todos parecen responder a lo mismo. No poder pasar la página, porque todas aluden a lo mismo. Condenados a un país de fondo entero.