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Ana María Cano Posada
22 de octubre de 2010 - 02:54 a. m.
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DESPUÉS DE LOS ASOMBROS IMPREdecibles encontrados en la apasionante historia de los 33 mineros del desierto de Atacama en Chile, rescatados 700 metros al fondo de la tierra más vivos que antes, otros temas lucen pálidos e insípidos.

Pero como no puedo recaer en otra lectura sobre lo que vio, leyó o supo uno de cada seis terrícolas, opto por revisar tres signos locales que recientemente han recargado su sentido.

Hace unos días se reunieron en Medellín cientos de expertos en materia de ciudades con motivo de la Séptima Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo. Vieron en primer plano el efecto que ciertas transformaciones arquitectónicas han tenido hasta el momento en la ciudad. Es claro que todavía no puede medirse el impacto en indicadores como la disminución de la violencia (difícil será que incida en ella) o en la reconstrucción del tejido social, que ha sido desgarrado durante décadas por invasiones sucesivas de desarraigados de la región o del país, que llegan buscando un lugar. No es posible hacer cambios sociales de fondo que no pasen por el transcurso de al menos una generación, aunque la inversión de expectativas produzca impaciencia por el resultado. Lo sorprendente en esta reunión de expertos urbanistas es el gran interés que tienen en un modelo de arquitectura más inclinada a la transformación de comunidades, que a su eficacia imponente para eternizar a su creador. El cambio de mentalidad coincide con lo que ha intentado hacer en esta década Medellín tras ser apabullada por hordas de destructores, y reconocer así el imperativo de reconstruirse con otros parámetros.

Muchos guías, miles de estudiantes de arquitectura, fotógrafos, expertos, recorrieron esos nuevos recodos y símbolos buscados con ahínco a través de la famosa ciudad del cartel, que ahora encara a nuevas generaciones de pistoleros y narcotraficantes, a los que no ha podido conjurar con estos remedios simbólicos, por tratarse de un fenómeno mundial citadino aún inmanejable.

Coinciden los visitantes, en aquellos mismos días, con un hecho curioso del que se informaron más los enterados del arte que los propios ciudadanos. Un símbolo pictórico acuñado como paradigma de la antioqueñidad, “Horizontes”, de Francisco Antonio Cano, en el cual una pareja de campesinos otea las montañas adivinando la ciudad hacia la que van, lo convirtió el artista Carlos Uribe en un mural alegórico de Pablo Escobar. Su figura indica hacia el frente, o apunta más bien, con su índice, dejando las montañas atrás, y con un letrero en aquella tipografía del oeste del “wanted” anuncia “New Horizons”. Esta propuesta hacía parte de una exposición colectiva del Colombo Americano de Medellín, situado en el puro centro, y medía los 200 centímetros cuadrados de la convocatoria: “200 cm2 de bicentenario In situ”. Tres días después fue removido el mural porque quedaba expuesto en una pared al exterior y podía herir susceptibilidades en una ciudad que está tratando de salir de esa imagen que le ha quedado adscrita y que la transformó.

El tercer asunto para leer en Medellín es la exposición llamada “Con gratitud”, en la que objetos regalados al ex presidente Álvaro Uribe hacen de él un ícono popular comparable al padre Marianito, con una caracterización casi fetichista. Es probable que los lectores de ciudad que estuvieron reunidos aquí hayan descifrado la complejidad de este tejido en el que se cose y se descose esta ciudad, que necesita airearse, mirarse, transformarse. Estas tres puntadas pudieron ser un buen comienzo.

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