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Por agua viene

Ana María Cano Posada

14 de enero de 2016 - 09:00 p. m.

Comienza el año con el agua: este elemento que determina la vida y que en el principio del 2016 muestra escasez y turbulencia.

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El Fenómeno del Niño, con una sequedad devastadora, suma cada día más pueblos en Colombia que no tienen suministro diario de agua, y también revela el tamaño de la tala hecha en las cuencas de los ríos. Es en el momento del desabastecimiento cuando se descubre que la protección de los árboles para ríos, quebradas y humedales ha ido cayendo ante la impavidez de haber cambiado el cuidado del agua como condición primordial por el ilimitado interés de la tierra para explotar. Y es en estos episodios de sequía cuando queda a la vista la agudización incontrolable de los efectos del cambio climático en cada fenómeno cíclico que debería ser normal.

Esta Colombia es la misma que hace poco estuvo bien sentada en la Conferencia del Clima en París, protagonista a la hora de firmar sus compromisos, pero que hoy a campo abierto ignora la responsabilidad que tiene el Estado en el porvenir del agua, el recurso que determina la sostenibilidad del resto. No se trata de cómo paliar esta escasez en concreto, sino cómo encontrar la manera de garantizarla, de preservarla, de multiplicarla. Ponerla en primer plano como asunto vital.

El agua que corre cada día sin detenerse está sujeta a la decisión de unos funcionarios que en sus escritorios, a kilómetros de distancia, firman documentos que señalan su curso, establecen su función y obligan su transformación. La distancia entre ella y ellos produce errores que pagamos todos.

Abrieron el año la infructuosa discusión sobre la venta de Isagén —empresa que solo ahora vemos como el patrimonio colombiano que era—; la represa del Quimbo, que se para y luego se llena ante las protestas de los afectados; la amenaza de la reserva Van der Hammen en las goteras de Bogotá como corredor que cuida ecosistemas antes perturbados. En toda polémica se mencionan inventarios de hectáreas de bosques, de espejos de agua, se pregunta en manos de quién debe estar la preservación de este capital natural que además produce la única energía limpia masiva que tenemos en uso.

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Colombia tiene un carácter anfibio. El año pasado se habló de esto cuando el Instituto Humboldt, organismo investigador independiente, ayudó al Estado a establecer límites para defender los frágiles entornos de los páramos y los humedales, ante arremetidas de la minería y la ganadería que buscan imponerse. Ser un país anfibio (que no es eterno) es reconocer la dependencia que tenemos todos de estas fuentes con las que surtimos la vida, el transporte, el alimento, la energía. Ocuparnos de lo que significan los humedales y los páramos en el mañana del agua para todos.

Mientras los páramos son el dos por ciento del mapa en Colombia, unos 19.330 kilómetros cuadrados que suministran el 70 por ciento del agua a sus habitantes y sobre ellos viven 399 municipios con casi 20 millones de colombianos; los humedales son 30 mil ubicados en 1.094 municipios y viven cerca más de 29 millones de personas. Esta importancia y esta vecindad implican un riesgo y con estos datos el Instituto Humboldt advierte la fragilidad de los ecosistemas en los que el agua está en constante elaboración, que son el único cinturón con el que puede ajustarse la incertidumbre que traen estas oscilaciones climáticas, el agotamiento de las fuentes, el abuso y el consumo irracional del principio básico de la vida.

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Este año en el que el agua aparece de entrada, el tema se pone en su sitio.

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