Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hace un par de semanas terminamos de grabar un documental en el que duramos 12 días filmando en terrenos complejos y a veces hostiles, como son las zonas rurales o fronterizas de Colombia. El equipo periodístico lo conformábamos cuatro personas: dos hombres, dos mujeres. Y aunque era evidente que todos estábamos trabajando, por los aparatos que siempre cargábamos (cámaras, trípodes, chalecos, etc.), la colega reportera y yo tuvimos que aguantar, en promedio, cuatro o cinco episodios de acoso cada una; los colegas, en cambio, obtuvieron un cero en este conteo. ¿Cómo es posible que la mitad del mismo equipo pueda hacer su trabajo tranquilo mientras que la otra mitad tiene que estar en permanente alerta y con la guardia arriba? ¿En algún momento nos van a tomar en serio a las periodistas? ¿O vamos a tener que seguir masculinizando el carácter para ganarnos el respeto o poder pasar desapercibidas?
Este es el escenario que sorteamos las reporteras cuando hacemos trabajo de campo y esta conversación es una deuda que tiene con nosotras el periodismo. Hace poco, en una encuesta sobre la violencia de género contra mujeres periodistas, que hace parte de la campaña No es hora de callar que lidera Jineth Bedoya, se conoció que seis de cada diez mujeres periodistas han sido víctimas de violencia de género en sus espacios laborales y que cuatro de cada diez decidieron abandonar los espacios luego de enfrentar estos episodios. Como me ocurrió a mí, hace un par de noches, cuando pensé en salir corriendo del que en ese momento era mi lugar de trabajo.
Estábamos grabando, eran las nueve de la noche y acompañábamos un operativo de control de la fuerza pública sobre los pasos ilegales de una frontera, territorios que son solo selva, piedra y arena. Quien era el comandante máximo del operativo me dijo que me quedara junto a él; yo, pensando que era el sitio más seguro, obedecí. Empezamos a caminar, la gente se adelantó, él bajó el ritmo de su paso y en un momento quedamos solos. Entonces me soltó una “broma” —porque después de hablar me aclaró que era broma—, me dijo que le encantaba amarrar mujeres, maltratar y el sadomasoquismo. Diez pasos más adelante me soltó otra: “yo le estoy haciendo el cortejo que hacen los pavos reales antes de aparearse”. Lo había conocido 27 horas atrás cuando, junto al equipo, pedimos acompañarlo al operativo; y volví a verlo ahí, mientras trabajaba. En diez minutos el hombre encontró la autoridad para hacerme sentir incómoda, asqueada y con ganas de correr. Pero estábamos en un territorio hostil y él lo sabía. En un momento, y ya cabreada, quise insultarle, pero fui incapaz siquiera de decir “comandante, no me acose, estoy trabajando”. ¿La explicación? Sencilla: era de noche, no había gente cerca, el hombre llevaba una pistola al cinto y de él dependía toda nuestra grabación. En otros casos no tenemos explicación, el miedo, el asombro, la rabia, la impotencia, la inseguridad congela, te hace sumisa y no se explica.
La encuesta de No es hora de callar también dice que ocho de cada diez mujeres periodistas han conocido casos de violencia de género contra una colega. Estoy segura de que en cualquier gremio el panorama sería igual. A veces pienso que la vida es como un juego violento de PlayStation, pero a las mujeres alguien les activa el modo difícil antes de jugar.