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No estábamos en el mismo lugar, yo llevaba un año graduada del colegio y estudiaba medicina en otra ciudad, ella seguía en el mismo sitio y en un par de semanas se iba a graduar. Me llamó llorando, desesperada, asustada, perdida. Tenía 17 años, yo 19. Y solo atinaba a repetir que en su casa la iban a matar, después soltó la segunda razón: le aterrorizaba la idea de ser madre. ¿Pero quién quiere ser madre a los 17?
Le pedí que se calmara y me contara rápido. Los celulares eran relativamente nuevos y hablar por ahí costaba una fortuna. La escuché, le dije dónde había comprado las pastillas y le pedí que me llamara en la noche cuando lo fuera a hacer. Mi mejor amiga se iba a practicar un aborto y yo era la única persona que sabía, estaba a punto de transitar —sola, asustada— el mismo infierno que yo había recorrido apenas un año atrás.
—Vas a sentir mucho frío —dije—, tu cuerpo va a temblar violento y no lo vas a poder controlar, no te asustes. También vas a vomitar, mucho, ten un balde cerca porque es probable que llenes más de la mitad. Te va a doler, es como si te desgarraran la parte baja del abdomen, tómate unas pastillas para el dolor o no lo vas a soportar. Y no te asustes con la sangre. Vas a botar muchísima sangre, así que mejor ni mires.
—¿Y cómo sé si salió todo, si no me quedó algo adentro?
—No sé. En unos días tienes que hacerte otra ecografía.
Y así —nerviosas, perdidas, aconsejando desde el dolor y el trauma— transcurrió un diálogo y una noche que muchas de nosotras vivimos en la juventud. Asustadas, solas y metiéndonos seis pastillas en el cuerpo que nos iban a demoler, a desangrar, con el constante temor de que todo podía salir mal. Ninguna de nosotras murió. Un puñado de muchachitas ignorantes de las leyes, la sexualidad, el género, la vida, pero con un único deseo claro: no querer ser madres; eso éramos entonces.
Veinte años después y aún hay amigas que me cuentan de prácticas de aborto que se hicieron, prácticas recientes. Un médico que conozco, que está a favor de la Interrupción Voluntaria del Embarazo, me pide que haga un reportaje, que él me enlaza los casos, porque en pandemia —dice— el aborto candestino aumentó y puso en riesgo a mucha mujer. Busco a una colega, le propongo que hagamos la historia y me dice que adelante, que es un tema del que quiere hablar porque hace un par de meses ella también tuvo que abortar.
Las mujeres abortamos más de lo que esta sociedad está dispuesta a discutir. El verbo abortar parece como si se conjugara de tres formas: yo aborto, tú abortas, ellas abortan… Siempre.
Rafael Nieto, exviceministro de Justicia, escribe en Twitter: «No hay tal derecho de la mujer sobre su cuerpo y en todo caso bebés en gestación no son parte del cuerpo de una mujer. ¿No quiere embarazarse? ¡Use anticonceptivos!». Interrumpimos voluntariamente el embarazo porque el derecho de la mujer para decidir sobre su cuerpo sí existe, porque no somos platos de laboratorio para fecundación in vitro, porque los anticonceptivos a veces fallan. Lo hacemos porque no queremos ser madres y porque —aunque a tipos como Nieto les seduzca la idea— no nos pueden obligar a la maternidad.
Celebro que Argentina hoy sea pionera en la ley de aborto. Deseo que en Colombia sea un camino que pronto empecemos a andar. Pienso en mis amigas, en esa época del colegio, y me alegra que aún estén vivas. Quisiera que no se molestaran por contar esta historia, pero creo que ya es tiempo de hablar.