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Contorsiones de la memoria

Andrés Hoyos

23 de julio de 2025 - 12:05 a. m.

La memoria, sobre todo la dolorosa, nos pone a hacer contorsiones. Es valiosa, pero no tiene las mágicas propiedades curativas que algunos le asignan.

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Más que guardar las cosas allí para que me den campanadas intempestivas en la cabeza, yo tomo notas, muchas notas, en papel, en archivos de computador, en legajos impresos. Desde hace tiempo adquirí este hábito típico del olvidadizo que consiste en anotarlo casi todo, lo importante, lo banal, lo contradictorio. Ya después se verá si sirve para algo.

Algunos recuerdos se desvanecen para siempre, pero muchos otros van quedando guardados en alguno de los pliegues de la memoria, conformando algo así como una huella, muchas veces física, otras metafísica, que los humanos logramos dejar a lo largo de nuestras vidas en la estela del tiempo. Claro, la mayoría de las veces se necesita que algo dispare el recuerdo, tal vez incluso un sueño. El sueño tiene el efecto o tal vez incluso la función de podar la memoria todas las noches. Yo a estas alturas detecto los huecos que va dejando. Cierto sí es que nunca pude recordar los sueños, a pesar de que hasta el día de hoy sé que son muy elaborados y complejos. No entiendo por qué se me esconden, si tanto me gustaría saber de ellos.

El olvido es caprichoso. Elimina con mayor facilidad los sabores y los olores, si bien uno que otro queda. De tarde en tarde, un aroma es evocador, como sucede con las famosas magdalenas en la novela de Proust En busca del tiempo perdido. Algo semejante me pasó a mí con el ponche de doña Ernestina, una campesina que vivía en una finquita adjunta a Santa Helena o Santa Elena, la vieja hacienda familiar, ubicada en las afueras del pueblo de Sasaima en Cundinamarca. Muchos años después de visitarla por última vez por allá, quién sabe cuándo, pasé cerca de su casa y empecé a sentir en mi boca un sabor inconfundible. Era el dichoso ponche que ella nos daba cuando de adolescentes nos invitaba a entrar. Pregunté por su paradero, pero había muerto hacía varios años.

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Muy bien se sabe que la enfermedad de Alzheimer, en últimas, consiste en ir perdiendo la memoria, es decir, en que los “archivos” que contienen nuestros recuerdos, por así llamarlos, se van borrando, no al ritmo pausado en el que se nos borran a todos, sino a uno más acelerado y definitivo.

Existe la vieja fantasía, ahora revivida por el boom de la IA, de encontrar alguna forma de robarle la memoria a alguien, como quien baja un archivo del computador y luego lo escarba y lo saquea. No es realista pensar que esto se podrá hacer mediante un procedimiento electrónico. Tendría que hallarse otra vía.

Dice Nathan Schneider que la memoria entraña una responsabilidad moral. Concuerdo. Por eso mismo, no podemos jugar con ella, ni podemos entregarla a una compañía para que la maneje por nosotros. Tampoco podemos permitir que se aleje de nuestro entorno y obedezca a las órdenes de algún Gran Hermano caprichoso.

Lo último quizá sea estar en cordial desacuerdo con Einstein, quien al parecer sí dijo que “la memoria es la inteligencia de los tontos”. Eso tal vez sea cierto si hablamos de la memorización de tablas y fórmulas, no cuando nos referimos a los recuerdos episódicos que con mucha frecuencia ayudan a entender lo que nos pasa. La invención de los libros, las películas, las grabaciones y demás artilugios de la vida actual en realidad lo que hicieron fue volver accesible la memoria.

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andreshoyos@elmalpensante.com

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