Los sinónimos de “hiperestesia” son muchos, como lo averigüé al abordar esta columna. Cito algunos: alteración, ansiedad, desasosiego, zozobra y no pare de contar. Se trata de un estado de ánimo que abunda en la Colombia de hoy y que se refiere a nuestro futuro. ¿Se va a derrumbar algo crucial antes del 7 de agosto de 2026, cuando una decisión colectiva de extrema importancia entrará en vigor? A mí varios allegados y amigos me dicen ingenuo porque todavía no creo que venga la debacle. ¿Que sí podría venir? Siempre puede venir y casos se han visto, si bien los anuncios de su proximidad suelen ser bastante más contundentes. Muchas comparaciones con otros países son posibles y la verdad es que no voy a citarlas porque no ayudan. En estas materias la historia no se repite, digan lo que digan los zahoríes que uno se encuentra en cocteles, juntas directivas y cenas locales.
Es imposible olvidar que nuestra vida institucional tiene vectores muy fuertes. Para ser presidente de Colombia en 2026 se necesitará ganar el balotaje –porque obtener el 50 % +1 de los votos en la primera vuelta luce imposible, incluso para los profetas más paranoides– de un censo que va a mostrar más de 42 millones de electores aptos. Si los comportamientos tradicionales se repiten, el ganador deberá aproximarse a los 13 millones de votos, o excederlos, quite o ponga usted unos cuantos, o sea, un montonón de ciudadanos cedulados. Al menos yo no veo al registrador nacional del estado civil, Hernán Penagos, un hombre honorable por lo que se sabe, gerenciando un fraude por el estilo del de Maduro en la vecina Venezuela, así que la cifra mencionada indicaría un apoyo muy grande de la población colombiana. Casi que al decir esto uno debería agregar que la persona que saque esos votos será el presidente electo “y punto”, pero sigamos.
Un detalle importante es que se ha impuesto el escándalo como estrategia electoral, ojalá fallida. Por eso, tenemos líderes de variado calibre, en algunos casos muy alto, que aseguran, en privado y en público, que viene una trampa colosal y debemos prepararnos para detenerla. Según eso, la actitud válida del pasado –hacer todo lo posible para gane el mejor, o el menos peor–, la debemos cambiar por otra belicosa, de barricada, algo así como alistarnos para lidiar con incendios. De más está decir que el asesinato de Miguel Uribe Turbay no ayudó en lo más mínimo a calmar los ánimos. Tampoco ayudan para nada las constantes provocaciones y bravuconadas del presidente Petro, ante las cuales yo suelo sugerir no tomarlas en serio a menos que vengan acompañadas de actos subversivos reales. ¿Que ha amenazado con cometerlos? Todo el tiempo, si bien por ahora la sangre no ha llegado al río.
En fin, la rabia colectiva nos tiene inmersos en una película de terror. Una semana sí y la otra también se suceden episodios que muchos llaman aterradores, lo sean o no tanto. Por ejemplo, no hay tal que la Corte Constitucional vaya camino a volverse una corte de bolsillo. Sí es cierto que la seguridad está deteriorada y que las Fuerzas Militares se han debilitado, pero no es nada que el próximo gobierno no pueda enderezar con un costo alto, aunque pagable. ¿Qué se puede hacer mientras tanto? Dejar que pase el tiempo, ir apoyando las movidas sólidas de los candidatos que nos gustan, al tiempo que criticamos y denunciamos las movidas chuecas de quienes no nos gustan. Lo que no se vale es pasar a las manos ni mucho menos a las armas. Calma, pulgas, que la noche es larga.