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NO DEBERÍA QUEDAR ENTRE EL tintero una de las lecciones más importantes del triunfo de Obama. A saber: que la política no siempre es sucia, que entre los ideales y su eficaz aplicación al mundo real, no hay un abismo insalvable.
Pensemos por un momento en el nulo prestigio que, por razones evidentes, tiene hoy esta actividad en Colombia. Tanto las mafias, como el paramilitarismo y la guerrilla han usado a muchos desmoralizados políticos locales como bestias de carga, de suerte que durante décadas ha habido personas en puestos cruciales que se convirtieron en meros sirvientes de los delincuentes. Me extrañaron, por ejemplo, los elogios que recibió el difunto senador vitalicio Víctor Renán Barco. Para leer un microperfil de este funesto dinosaurio caldense remito al lector a la última columna de Humberto de la Calle en este periódico. Y eso que Renán Barco era casi un santo comparado con otros que se ubican más abajo en la paila gocha de la corrupción nacional. Nuestra época, por cuenta de ello, ha incubado una aguda desesperanza en la que “los mejores han perdido toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad”, como decía un verso memorable de William Butler Yeats.
Pero el daño que nos inflige el desprestigio de los políticos tiene aristas inesperadas. En tiempos recientes se ha vuelto casi un punto de honor ser antipolítico, es decir, ingresar a la política sin intenciones de ejercerla. Es más o menos como si los mejores jugadores de fútbol de un país decidieran, debido al desprecio que les inspiran las corruptas ligas locales, jugar los partidos enyesados, así los pierdan todos. De esa manera los Renanes Barco de este mundo han ganado las elecciones en Colombia en forma abrumadora, en tanto que los puros, los devotos de sus intocables principios, las pierden tiro por tiro. Pienso en dos personajes que tienen, cada uno por su lado, ideas muy interesantes que aportar al país: Enrique Peñalosa y Antanas Mockus. Aparte de ganar una vez la Alcaldía de Bogotá el primero, y dos veces el segundo, el resto de sus trayectorias electorales ha sido un desastre.
No encuentro en este vicio antipolítico una clara diferenciación ideológica, pues en la incoherente izquierda nacional están representados ambos bandos dañinos: hay antipolíticos, como Carlos Gaviria, un filósofo interesante y radicalizado que desprecia la política electoral y que tiene, por ende, muy pocas posibilidades de brillar en ella, como también hay políticos veleta, digamos Gustavo Petro, quien un día arma tremenda alharaca y denuncia con furia a los malvados, mientras que al día siguiente vota para procurador por un católico integrista que contradice de raíz sus supuestas ideas. Es obvio que gente como él tiene fines, no principios.
La palabra que viene a la mente es otra favorecida por Obama: responsabilidad. Porque si uno quiere ganar partidos en política, tiene que jugar sin yesos raros. Hacer lo contrario, jugar para perder, es una gran irresponsabilidad. Sucede que el fundamentalista, atrapado en su agudo narcisismo, no toma en cuenta que el partido no lo pierde nada más él, el capitán, sino el resto del equipo.
No estoy diciendo que la combinación de principios y habilidad política sea fácil, ni que esté exenta de contaminarse de suciedad mundana, digo que es posible. Obama no se dejó llevar por los prejuicios antipolíticos y por eso mismo ganó, sin traicionarse. Toda una lección.
