El contraste de, digamos, París con Bogotá en materia de barrios es notorio. Allá la vieja ciudad son 20 arrondissements y cualquier parisino puede contar anécdotas y asignar ciertos rasgos a cada uno, que hasta tiene su propio logo símbolo. En Bogotá no existe nada parecido, pues lo que tenemos los bogotanos es una gran chorrera de barrios. Vaya uno a saber de dónde viene esto, tal vez del crecimiento acelerado y desordenado de la ciudad, pero digamos aquí es difícil saber dónde termina un barrio y dónde empieza el vecino. No digo que sea en todos los casos. Por ejemplo, los antiguos pueblos de la sabana, devorados por la megalópolis, se ubican con alguna certidumbre. Hablo de Usaquén, Fontibón, Suba, Bosa, Usme. Otros van a ser absorbidos pronto: Cota, Chía y Funza. El caso de Soacha es especial, pues Bogotá no ha incorporado este inmenso conglomerado a su perímetro para no afectar negativamente sus índices de escolaridad, pobreza y demás. Ya se sabía: la pobreza no tiene presentación, sobre todo no la propia.
De resto, hay localidades con límites discutibles, como Chapinero, Teusaquillo, Engativá, Suba y Bosa. Al menos yo, bogotano raizal, no podría decirle con certeza a nadie dónde empiezan y terminan estas localidades. Según el régimen de ordenamiento territorial, existen las así llamadas localidades, que en Bogotá son 20 y casi nadie sabe a qué corresponden, subdivididas en Unidades de Planeamiento Zonal, que uno tampoco sabe qué son y debe buscar en internet. De todo eso surge la bobadita de 1922 barrios, de los cuales un bogotano normal como yo reconoce por ahí el 10 %, máximo el 15 %. Hay, sí, las alcaldías menores, que a veces figuran por ahí.
El conocido barrio el Chicó en realidad son cuatro barrios (¿diferentes, vecinos?). Casablanca de Suba son diez barrios y el Mochuelo nueve. Barrios que uno ubique con facilidad están Las Aguas, Las Cruces, Los Álamos, Los Rosales, Marly, Modelia, entre varios que comienzan por la M de Mazuera, Pablo VI, Prado Veraniego, Canódromo. Hace por ahí diez años o más se lanzaron los códigos postales, antes inexistentes, pero eso no sirvió para ubicarse en la ciudad como cabía esperarlo, hasta el punto de que mucha gente ni siquiera se sabe de memoria el de su casa o su sede de trabajo. Tan poco trascendentes son.
Para entender la utilidad desperdiciada de la noción de barrio, citemos uno que en tiempos recientes sí ha cobrado prestigio: San Felipe. Por una vez, San Felipe tiene unos límites claros: al oriente de la carrera 24, al occidente de la avenida Caracas, al norte de la calle 72 y al sur de la calle 80. La zona se ha ido especializado en materia cultural, ya que concentra galerías, fundaciones, y demás instituciones relacionadas con el conocimiento y las artes. La revista El Malpensante acaba de trastear su sede para allá.
El urbanismo mazacotudo que es común en Colombia tiene claros bemoles. No fomenta para nada el novedoso concepto de identidad, tan apreciado por los teóricos. No permite intuir qué clase de vecinos tiene uno. De vieja data está la tendencia a privilegiar los negocios inmobiliarios, no la ciudad. No sobra recordar que el Antiguo Country ha podido ser un gran parque, como la antigua fábrica de Bavaria, ubicada en diez hectáreas privilegiadas en el centro internacional y ahora convertida en un conglomerado mediocre. Y ¿qué tal el Lago? En esa zona, en la que los cimientos se hunden con facilidad, habrían debido dejar un lago, en el cual uno hoy podría remar.