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La simulación de los guerreros

Andrés Hoyos

29 de junio de 2010 - 10:24 p. m.

LA ESCENA SE REPITE CON FRECUENcia: un delantero musculoso entra a toda velocidad en el área del equipo contrario, lleva el balón a medio controlar y no plantea verdadero peligro para la valla enemiga.

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Entonces la mano, la pierna o la rodilla de un defensor lo roza, o no, apenas le hace sombra, y en el acto el delantero pega un espectacular volantín como si lo acabara de atropellar una tractomula. Ya en el piso, se pone a gemir como un ternero destetado. Hay tres posibles soluciones de continuidad: 1) el árbitro pita penalti y le muestra la tarjeta amarilla o roja al “infractor”, 2) el árbitro no se come el cuento y con una sonrisa displicente señala saque de meta o, la más rara, 3) el árbitro le muestra una tarjeta amarilla al delantero por simular.

Primero los simuladores eran delanteros, pero en tiempos más recientes cualquier jugador cae como un bolo en un boliche. Yo no soy viejo, si bien tengo edad suficiente para recordar el fútbol cuando esto no pasaba. Argumentarán los fanáticos que antes de la invención de la simulación los contrarios domesticaban a los delanteros habilidosos a punta de leñazos y razón no les falta: baste el ejemplo del Mundial de 1966 en el que los defensas búlgaros y portugueses sacaron a Pelé de circulación con una seguidilla despiadada de patadas. Eliminado el artista, se acabó la ilusión y ganaron los verdugos.

Tengo la impresión, que no puedo confirmar, de que los que inventaron el drama sobre la hierba fueron los jugadores argentinos de exportación, por ahí a finales de los años setenta o comienzos de los ochenta. Las razones se entienden, al menos en parte. Uno es un efímero ídolo de multitudes, le caen encima ramilletes de reinas de belleza, anda en Lamborghini y todo porque tiene un par de piernas que cuestan una millonada. Éstas —parte crucial del dilema— tienden a envejecer súbitamente a la tierna edad de treinta años, como lo acaba de demostrar la selección italiana, de modo que es preciso cuidarlas sin contemplaciones de las intenciones aviesas de los defensores y volantes de marca, a quienes les pagan mucho menos por la ingrata tarea de dar de baja a las gacelas. De ñapa está el penalti o el tiro libre que se obtiene con la simulación y la tarjeta para el “infractor”, lo que a veces lo apacigua y lo obliga a dejar jugar, cuando no sale expulsado del partido.

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A despecho de los atenuantes, el espectáculo de los jugadores gimientes ha sobrepasado todos los límites. El fútbol, que prometía ser uno de los últimos reductos divertidos —casi inofensivos— de la masculinidad guerrera, ahora se ha llenado de dandis perfumados propensos a chillar por cualquier caricia apoyada. Además, la simulación corre pareja con defectos más graves, como la deslealtad y el cálculo frío. ¿Alguien cree aunque sea por un instante en la fidelidad de Cristiano Ronaldo con el Real Madrid? El portugués es fiel sobre todo a su billetera, y si los euros empiezan a trinar con más ganas en otro lado, para allá se irá. Figo, también portugués, señaló ese camino hace un tiempo.

El dinero es el gran motor de la sociedad del espectáculo, y para eso no hay Fifa que valga. Será acostumbrarnos, entonces, a estos multimillonarios que chillan y patalean en el piso. Cierto es que, de tarde en tarde, hacen alguna maravilla y que peor sería tenerlos de burócratas malencarados en una oficina diciendo que ya hay más formularios.

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andreshoyos@elmalpensante.com

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