Desde hace, qué sé yo, décadas, soy adversario y crítico de los extremismos musulmanes, tipo Hamás. Me indigna que obliguen a las mujeres a usar burka, que no celebren elecciones libres, que maten y pongan bombas, que recurran al repulsivo método de los islamizases. Y vaya que mi opinión no ha cambiado.
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Sin embargo –y la objeción aumenta de tamaño semana a semana–, la respuesta claramente genocida del Estado de Israel me parece atroz. Israel no es ninguna democracia pues su Constitución reconoce ciudadanos de primera, los judíos, y de segunda, los palestinos, la mayoría de estos últimos nacidos allí. Siempre que surge el tema, yo digo que los pocos o muchos sensatos que quedan en el país tendrían que emigrar, con el obvio y aberrante resultado de que eso concentraría todavía más a los partidarios de la barbarie en el diminuto país.
En la reciente Asamblea General de las Naciones Unidas, la 80, la inmensa mayoría de los miembros reiteró la intención de reconocer a Palestina como Estado. Solo unos pocos se opusieron a esta solución, que en la práctica implicaría la existencia de dos estados. Los principales opositores fueron Israel y Estados Unidos. De resto, 142 países votaron a favor, aunque con frecuencia agregaron restricciones de diversa intensidad en el tema de Hamás. Hoy, buena parte de los países desarrollados de occidente, otra vez con la notoria excepción de Estados Unidos, reconocen al Estado palestino.
Un claro agravante aquí es que Israel combina el extremismo con la alta efectividad militar. O sea, los del otro lado son perversos y fanáticos también, pero su poder de fuego es mucho menor, de suerte que los palestinos muertos y afectados son muchos más. Que la gente se manifieste en favor de Palestina, digamos en Nueva Zelanda, está bien; otro cantar es que esas protestas causen destrozos o detengan eventos deportivos.
Una idea que circuló al final de la 2ª Guerra Mundial fue que los judíos pudieran organizar su Estado en unas tierras ojalá buenas y despobladas, digamos, en África o en Suramérica. Pero no, el sionismo radical exigía que el Estado judío estuviera en el mismo lugar donde tres mil años atrás habitó el pueblo judío antes de la diáspora, es decir, en Palestina, sin tomar en cuenta que esa zona del mundo ya estaba poblada. ¿La razón? La existencia de un muro derruido, vestigio de una presencia remota. En 1945, el islamismo radical casi no existía, si bien se empezó a organizar como reacción a las expoliaciones sionistas en Palestina. Ergo, se creó un conflicto que, si la solución de los dos estados no es viable, va a durar por lo menos cien años más, con miles y miles de muertos adicionales.
Las huestes propalestinas en Europa están lejos de ser angelitos. Les da igual acabar con la etapa final de un evento como la Vuelta a España, y en general andan en plan de censura de cualquier evento que involucre a ciudadanos de Israel. Por otro lado, abundan los barcos de distinto calado camino a las costas de Gaza, con el grave peligro de que alguno de ellos sea alcanzado por el fuego de Israel, que ha lanzado fuertes advertencias. O sea, otro viaje que uno no querría emprender ni amarrado.
Ya veremos si Netanyahu, el primer ministro fanático y salvaje de Israel, y su país aflojan mucho y se logra la menos mala solución de los dos estados, o si siguen arrasando las zonas palestinas, atestadas de gente, sobre todo de niños. No es lo más probable, dada la presencia indolente de Trump, pero tampoco es viable perder del todo la esperanza. Digámoslo en una palabra de origen árabe: ojalá.