Las dictaduras duran, algunas mucho, pero todas acaban algún día. Es más o menos típico que así como tienen épocas de relativa fortuna, sobre todo cuando acceden al poder, les lleguen los días de la ira en los que solo las sostienen algunos mandos militares. Después, hasta que ellos desertan. Las democracias por lo general duran mucho más, entre otras razones porque con la alternación y la división del poder se establecen posibilidades claras de cambio. Una de las carencias irresolubles de las dictaduras es que perpetúan las malas prácticas, los crímenes institucionales y las camarillas en el poder. Conocida y espantosa es la imagen de un dictador montado en un avión lleno de dólares. Menos claridad se tiene de que buena parte de esos dólares hacen parte de la deuda de todo el país.
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Porque ido un Ortega o un Maduro, los países quedan, además de hechos flecos, llenos de deudas. El caso del chavismo es paradigmático: empezó con fuerza y apoyo de la población, montó un tinglado que ofrecía beneficios a la gente al tiempo que dejaba robar a sus amigos por camionadas, y tras la destorcida de los precios del petróleo y la mezcla de robo e ineptitud extrema, el país colapsó. El testimonio de Álex Saab ilustrará, con lujo de detalles, este saqueo.
La obvia pregunta es por qué los pueblos deben responder por el saqueo de sus dictaduras. No estoy diciendo que bajo las democracias no abunden los errores o no haya corrupción, pero si a cargo de una gestión dañina y lamentable estaba alguien legítimamente elegido, no es fácil zafar a los electores de la responsabilidad. En cambio, a los dictadores por definición no los elige la mayoría de la población.
Tan grave es la cosa, que a la salida de un dictador los países vecinos o las grandes potencias se suelen tener que meter la mano al bolsillo para aliviar a la gente. Esto, sin embargo, no es una obligación y no existen montos fijos y demás. Con frecuencia las ayudas posteriores no son proporcionales al saqueo sufrido. De ahí la frase del título. Debería, de oficio, aplicarse una quita de castigo, digamos, del 50 % de las deudas contratadas durante una dictadura. Es obvio que algo como lo expuesto aquí no las hará imposibles, pero sí podría volverles la vida más costosa, es decir, más ineficiente, más frágil, menos sólida.
Me dirán que no es fácil decidir cuándo un país vive bajo una democracia plena, una democracia precaria o una forma embozada o no de dictadura. Sin embargo, un mal gobierno es una cosa, una dictadura es otra por completo distinta. De ahí la necesidad de crear un club de naciones democráticas. Allí estarían las de más tradición y se excluiría, por ejemplo, a China. Entre las labores del club se deberían incluir premios para los países que migren de la autocracia a la democracia real, aunque también tendrían que promover las quitas de castigo mencionadas. Este club tendría la función de certificar el mínimo de democracia que permite usar el nombre y, sobre todo, descertificar a quienes no lo pueden usar, diga lo que diga su propaganda. Ortega o Maduro, valgan los ejemplos, hoy claro que no podrían usarlo. En la vida real, las labores del club equivaldrían a una disminución dramática de la calificación de riesgo, solo que no por cuenta de unas calificadoras financieras.
Como otras veces, meter la plata en el baile puede tener un efecto dramático. Pese a que esta idea tal vez no se materialice mañana, hay que echarla a andar.