Cuando se anunció la posible llegada de Falcao al fútbol colombiano nos alegramos, pero al mismo tiempo nos preocupamos. Eso sentimos los que valoramos una figura como él, que le ha dado tanto al deporte nacional. ¿Cómo no ilusionarse con verlo por fin en nuestros particulares estadios, pero a la vez cómo no pensar que no iba a ser fácil ese recorrido?
No era una pose de Radamel, ni una estrategia de marketing, él soñaba con jugar algún día en Millonarios, el equipo del que se hizo hincha desde niño, y aportarle sus goles para buscar otro título más en su escudo. Una causa noble como él, un gran tipo del que puedo dar fe desde que lo conocí en Buenos Aires, cuando jugaba en River, en un restaurante de Palermo Hollywood.
Aquella vez, por intermedio de una amiga en común, nos conocimos y entablamos una respetuosa amistad que aún conservamos con la distancia prudente y adecuada hasta que siga jugando por razones éticas de nuestras profesiones. Aunque sus declaraciones después del último clásico con Santa Fe se sintieron inusualmente nerviosas y distintas a las que nos tenía acostumbrados, como es entendible, no dijo nada diferente a lo que todos conocemos del arbitraje colombiano. Seguro que esa situación, que se convirtió en el reflejo de sus frustraciones de llegar a la final con su azul querido, lo impulsó a tomar la decisión familiar de no seguir en la institución.
Se va en su mejor momento futbolístico desde su llegada, marcando goles decisivos y llenos de técnica, dándonos la impresión de que todavía faltaba un baile más. No va a ser fácil asimilar su partida para los hinchas embajadores, pero es entendible. Qué lástima que los odiadores de turno hayan colaborado también a su despedida temprana con tantos insultos que irrespetaron su condición de ídolo nacional. Pero eso se veía venir en medio de esta vorágine actual, y por eso nuestros temores desde su arribo.
Pero él como siempre fue decidido y no dudó en arriesgar su buena imagen en el país por perseguir su sueño de niño. Así como se arriesgó jugando con el Mónaco aquel partido de la Copa de Francia ante un equipo con jugadores aficionados y resultó lesionado de gravedad y no pudo ir al Mundial de Brasil 2014, o cuando también lo hizo aceptando un reto muy difícil yendo al Manchester United aún sin recuperarse plenamente de ese inconveniente físico.
Tener a todos contentos en las redes de hoy es una tarea muy complicada, pero Falcao se puede ir con la cabeza en alto, como siempre, porque cumplió con él mismo, que es lo más importante. Con el hijo del viejo Radamel que le enseñó a luchar por sus ideales con valentía y sin esconderse jamás. Cumplió con el legado que él escribió en las principales canchas del mundo que lo convirtieron en su momento en el mejor centrodelantero de la época. No siempre se puede ganar títulos, es intentarlo. Gracias, Falcao, y perdón por la ingratitud de unos pocos en su propia casa.
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