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Esta es el tipo de columna que siempre quise escribir y no significa que, a pesar de soñarla, sea fácil concretarla. Tengo tantas emociones mezcladas desde la noche épica del sábado, que cuesta elegir por dónde empezar. Tal vez debería ser por esa tarde dominical en Bucaramanga cuando mis papás me llevaron por primera vez al estadio Alfonso López a ver al Atlético contra el América y me enamoré perdidamente del amarillo y verde.
De pronto por la noche de aquel partido del 85 cuando Miguel Oswaldo González le ganó el Botín de Oro a Juan Gilberto Funes y celebró con la gente, que no se pudo aguantar y se metió a la pista atlética en aquel entonces para levantarlo en hombros sin acabarse el partido. Recuerdo también, casi un año antes, cuando se necesitaba ganarle al Diablo Rojo para quedar a un empate del título y con el gol del Negro, que no alcanzó porque remontó el combinado de Gabriel Ochoa. O con el gol de Pedro Manuel Olalla de media cancha a Óscar Córdoba en el centenario de Armenia en 1990, el del empate allí mismo del Fantasma Ballesteros ante Quindío para llegar a la final del 97, o cuando volvimos de la B en 2015 después de siete años con la anotación de Víctor Zapata ante Popayán. Podría ser desde la definición también a penales que se perdió en Ibagué en 2016 para pasar a la final cuando el Gavilán Gómez (que después jugaría en el club) se la picó a Bava.
Partiendo de cualquier momento, es válido empezar a narrar porque todas ellas fueron alegrías o frustraciones efímeras. Pero déjenme contarles mejor, si son tan amables, que el pasado 15 de junio El Campín, donde vivimos el único título de la selección Colombia en 2001, volvió a portarse bien con este corazón. Después del cobro atajado por Quintana a Millán nos pudimos abrazar con Jorge Ramoa, que estaba a mi lado para completar el cuadro surrealista.
Toda una vida estuvimos esperando esta sensación, guardando lágrimas de amor puro que nos tenían reservadas Rafael Dudamel y sus valientes muchachos. Porque eso fue el equipo campeón de esta primera liga 2024: aguerrido, ordenado y fuerte ante la adversidad, nunca se rindió. Cuando el rival obliga después de remontar la definición desde el punto blanco dentro del área generalmente consigue el objetivo, pero el destino estaba decretado y ya era la hora del Leopardo. Santa Fe luchó hasta el final y a punta de garra y potencia casi consigue su décima conquista en una cancha muy complicada para los dos. Fue una linda final, de esas que necesitamos siempre en el FPC. La alegría para el hincha y la Ciudad Bonita, que se volcó a las calles con la victoria anhelada no se puede contar sin emocionarse también.
El Atlético Bucaramanga recibió la estrella que Américo Montanini fue a buscar al cielo y se la bajó para bordársela, su especialidad, para siempre en su escudo.
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Por Andrés Marocco
