Cuentan allegados a Wilson Berrío que la pasada fue la peor semana de su vida.
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Se trata del cuestionado línea que invalidó de forma equivocada una acción de gol a favor de Santa Fe en la última fecha de la fase regular.
Lo primero es que Berrío reconoce que se equivocó. Es cierto que esa acción cambió el transcurso del partido y que Santa Fe se vio perjudicado. El reglamento, que se niega a hacer uso de la tecnología en aras de la justicia, permite que los errores terminen por incidir directamente.
Pero de ahí a dar por hecho, sin pruebas que lo soporten, que el juez de línea se equivocó intencionalmente o que el equipo beneficiado intervino a través de manos oscuras y que en consecuencia la vida de quien cometió el error corra peligro, hay una distancia difícil de aceptar.
La libertad de expresión es un derecho consagrado en la Constitución, pero cada quien se debe hacer responsable de lo que dice y por eso es bueno pensar antes de hablar o escribir, para no decir o hacer cosas que puedan dañar la integridad.
Berrío recibió amenazas de muerte vía Twitter. Allí incluso fue evidente que a Berrío le siguen los pasos: se publicó en qué lugar trabaja, a dónde va a hacer ejercicio. Sus hijas fueron víctimas de matoneo en el colegio público donde estudian, e incluso en la oficina donde trabaja desde hace 18 años sus jefes le manifestaron su preocupación por lo que estaba sucediendo.
Pasaron los días, Santa Fe ganó su juego de Copa Libertadores y la vida empezó a volver a la normalidad para Berrío, que no se atreve todavía a irse a su casa en Transmilenio, como su situación económica lo exige. Tampoco quiere dejar el arbitraje porque los pocos pesos que recibe cada vez que lo designan son fundamentales para la manutención de su familia.
El fútbol es el reflejo de una sociedad enferma como la nuestra, en la que a muchos, sin importar el color de su camiseta, les pasa por la cabeza cobrar la derrota de su equipo quitándole la vida al árbitro que se equivocó.
Es la consecuencia de una mayoría experta en cobrarles los errores a los demás con la dureza y la agresividad propia de los cobardes que tienen miedo de ver los lunares de su propia vida. Es la consecuencia de una mayoría educada solamente para buscar la victoria y para no admitir que la derrota, por dura que sea, es una permanente compañera con la que hay que aprender a convivir.
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