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Valiente, eso es Camilo Vargas. Al darse cuenta de lo que quería su corazón, mas allá de más dinero y la promesa incierta de una mayor proyección profesional, prefirió, literalmente, ponerse rojo de la pena por un día que verde de la vergüenza para toda la vida.
Decidió quedarse en el equipo de sus amores para pasarla bien al más alto nivel de competencia. Mis fuentes me indican que no hubo amenazas en su contra ni presiones externas; es tan sólo una historia de amor, de esas que en el fútbol ya no se encuentran.
En Nacional reclaman, también con razón, que el jugador ya había adquirido un compromiso. Es verdad que no es bien visto faltar a la palabra y seguramente las disculpas, acompañadas de algún otro tipo de arreglo, terminarán por sanear el impasse. En el equipo de Medellín tampoco querrán contar con un hombre que no quiere estar allá.
Sin embargo, la falta de cumplimiento del compromiso laboral por parte del arquero bogotano se queda corta ante la grandeza de su atrevimiento. En tiempos en que el dinero es el que manda y en el fútbol los empresarios son los que rigen los destinos de los futbolistas, dejándoles poco campo de acción a sus decisiones, convirtiéndolos en la mayoría de los casos en mercancías que se venden al mejor postor, es llamativo el romanticismo exhibido por Camilo Vargas, propio nada más de los hinchas en la industria del fútbol.
Me pongo en los pies del jugador y sé que no ha sido fácil arrepentirse después de haber dado el sí. Seguro fueron horas intensas de debate familiar y personal que han encontrado una feliz respuesta en donde se encuentran las soluciones a los dilemas y donde pocos buscan: en el corazón. También es justo decir que en su jefe, el presidente de Santa Fe, César Pastrana, encontró a otro humano que, a pesar de ser directivo y por ende tener el deber de pensar primero en lo económico, lo respaldó. El dinero que iba a recibir el Santa Fe era importante para sus arcas y el jefe salió a respaldar a su empleado, entendiendo además que ahora será más ídolo que antes.
En este espacio, la semana anterior, resaltamos que los únicos románticos que quedan en el fútbol son los hinchas. Los demás, sin calificarlos de buenos o malos, hacen parte de la industria del balompié, y cuando hay dinero de por medio no cabe el amor. Por fortuna aún quedan casos como el de Camilo Vargas. Todavía quedan quienes juegan porque sienten pasión por el oficio, porque cuando eran niños se enamoraron de un balón y ese detalle no aún no se les ha olvidado.
