Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
“Demasiada camiseta y cada menos gambeta, la sonrisa cuesta más…”. Así dice un pedazo de la letra de la canción “Clonazepán y circo”, de Andrés Calamaro.
La final de la Copa Libertadores disputada (poco jugada) el sábado entre Fluminense y Boca es la demostración de que en nuestro continente el fútbol se vive a blanco o negro y como solamente sirve ganar, entonces se confunde el juego con lo que hay que hacer para ganar, y cómo es más fácil correr que jugar se apuesta por la intensidad, el choque, la discusión, la pérdida de tiempo efectivo y el engaño mal entendido. Esto, secundado por la tribuna y los televidentes, cada vez más enloquecidos porque necesitan que sus equipos logren lo que ellos en sus vidas corrientes casi nunca pueden: ganar.
La consecuencia es llamativa. Más puede el miedo a perder que la convicción de ganar. Los futbolistas saben que la afición no entiende de estrategia, táctica o fútbol lírico. La hinchada perdona errores grotescos que vayan en ese sentido, pero jamás permite que sus muchachos no pongan “huevos”.
Se juega con el cuchillo entre los dientes. La libertad de expresión en la cancha es censurada por la necesidad de ganar o fracasar. En Suramérica el que gana es Dios y el que pierde es un bueno para nada, como si ganar fuera fácil.
Esto explica por qué la final tuvo apenas once tiros al arco en 120 minutos y el mismo número de tarjetas: nueve amarillas y dos rojas.
Lo curioso es que eso es lo que le gusta a la gente. Claramente los equivocados somos los que creemos que el que gana no es tan omnipotente ni el que pierde es tan fracasado. Es evidente que no hemos sabido comunicar la dificultad de ganar en los deportes cualquier reto.
Tal vez hace falta recordar que el fútbol es un juego y los juegos son cosa de niños.
