Después del primero todos son últimos. Esa es una frase que se da como verdad absoluta en el entorno del fútbol. Recuerdo la noche en que Once Caldas se coronó campeón de la Libertadores de 2004, el plantel de Boca Juniors se metió en el camerino una vez se concretó su derrota desde el punto penal y no salió a recibir las medallas que lo acreditaba como subcampeón. En el fútbol colombiano ya no se le entrega esa distinción al que pierde la final y nosotros, los implacables jueces, castigamos con dureza a los que pierden las finales.
Pero uno va a ver y en otros deportes la cosa es diferente. Al menos en los olímpicos se celebra una medalla de plata o de bronce como lo que es: un premio. Tremenda lección nos han dejado nuestros medallistas olímpicos. Algunos como Mariana Pajón ya se habían colgado medallas de oro antes. En el deporte de alto rendimiento las diferencias entre el primero, el segundo y el tercero suelen ser minúsculas. Incluso entre los diez primeros hay historias crueles que terminan por castigar una caída o una descalificación con la lapidaria eliminación, a pesar de los cinco años de intenso trabajo, que en este caso fue el tiempo que duró el ciclo olímpico. Hay deportes en los que todo ese tiempo de preparación define las medallas en apenas segundos y por minucias.
Es tal vez ese espíritu amateur que tienen los olímpicos el que hace que una medalla, cualquiera que sea, se celebre con el alma. Pero no deja de ser extraño.
En fútbol se reparten millonarios premios entre quienes quedan segundos o terceros. En la pasada Copa América nos enteramos de que la diferencia entre el tercero y el cuarto lugar en metálico fue de US$2 millones, suma que en gran medida se reparte entre los jugadores. Pero muchos de ellos dejan esas medallas en los camerinos, porque les saben a poco. Hay técnicos que pierden su posición de trabajo por perder una final y otros, como Tité, el de Brasil, entran en crisis por haber perdido el título.
En cambio los deportistas olímpicos, los terrenales, los que no son futbolistas, jugadores de la NBA, golfistas del PGA Tour ni tenistas del circuito de la ATP o la WTA; es decir, en otras palabras, los que nunca se harán millonarios porque sus deportes son prácticamente aficionados, besan esas medallas de plata o de bronce como lo que son: el mayor logro de su vida.
Sus lágrimas de felicidad contrastan con las de ira o frustración de los futbolistas. El día a día, cuando no estamos en olímpicos, nos hace olvidar que, así suene a lugar común, los únicos fracasados son los que ni siquiera lo intentan. Ojalá esta vez sepamos incluir en nuestro diario vivir el espíritu olímpico de los héroes que están en Tokio.