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El deporte nunca se queda solo

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Antonio Casale
24 de noviembre de 2025 - 11:30 a. m.
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Cada generación está convencida de haber visto el punto más alto del deporte. Lloramos el adiós de las grandes rivalidades como si se acabara la historia, pero el juego siempre encuentra nuevos protagonistas para volver a contarnos el cuento del bueno y el malo, del yin y el yang.

Durante años pensamos que el deporte mundial era una fiesta con fecha de caducidad; que el día que se apagara el brillo de Messi y Cristiano, y cuando Federer y Nadal guardaran la raqueta, el espectáculo ya no sería el mismo; que habíamos visto lo mejor posible y que lo que viniera después, por bueno que fuera, solo podría aspirar a sucedáneo. Nos aferramos a esas rivalidades como si fueran irrepetibles, cuando en realidad el deporte lleva un siglo demostrando lo contrario.

Hoy ya tenemos a Alcaraz y Sinner, una pareja que todavía no alcanza la épica de Federer-Nadal, pero que se mueve en esa dirección: finales compartidas, contrastes de estilo, partidos de cinco sets que se quedan en la memoria y la sensación de que el tenis del futuro lo juegan ellos. Uno es electricidad; el otro es precisión. Entre los dos le están escribiendo el próximo capítulo al deporte que juramos que no sobreviviría a los big three.

En la Fórmula 1 ya no está Hamilton, quien peleaba rueda a rueda con Vettel y Rosberg, pero ahí está Verstappen, quien pasó de villano perfecto frente a Hamilton a referencia absoluta del campeonato. Y ahora, poco a poco, se va armando algo con Lando Norris, quien aún no es su antagonista clásico, pero sí la promesa de una nueva historia: el campeón implacable contra el amigo simpático del paddock que se va cansando de ser solo el tipo querido y empieza a ganar. Ahí también se está escribiendo una trama.

Hay otras rivalidades en construcción. En la NBA asoma la tensión entre generaciones: Jokic y Doncic frente a Wembanyama, quien parece inventado en un laboratorio. No es un Magic vs. Bird, todavía, pero ya marca conversación, narrativas y polos. El deporte siempre está buscando esos espejos opuestos para organizar sus relatos. Necesita a alguien que encarne el orden y a otro que simbolice la revolución.

En el fútbol quizá no tengamos aún al nuevo Messi vs. Cristiano, y tal vez sea mejor así. Pero sí hay nombres que empiezan a destacar: Mbappé, Haaland, Vinicius, Bellingham, Yamal... No sabemos si el futuro será Mbappé contra Haaland, o Mbappé contra Yamal en alguna final de Champions o de Eurocopa. Lo que sí sabemos es que las cifras ya están ahí, los focos ya los encontraron y, poco a poco, la gente empieza a elegir bando, que es cuando de verdad nace una rivalidad.

Porque al final eso son las grandes rivalidades del deporte: invitaciones a tomar partido: el bueno y el malo, el artista y el atleta, el veterano y el niño, el rebelde y el correcto... El yin y el yang con camiseta, raqueta o casco. Creemos que nos enamoramos solo del talento, pero muchas veces nos apasiona el contraste.

Por eso, cada vez que repetimos que “nunca habrá nada igual” después de una generación dorada, el deporte responde con paciencia. Nos deja hacer el duelo, nos permite la nostalgia y, cuando menos pensamos, nos presenta a dos nuevos personajes que se miran fijo, se empujan al límite y nos devuelven a la misma historia de siempre contada con protagonistas distintos. Cambian los nombres, los estilos, los números... Lo que no cambia es esa necesidad tan humana de dividir el mundo en dos y ver qué pasa cuando se encuentran en una cancha.

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