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Que Hernán Darío Gómez rehaga su vida y vuelva a su lugar favorito, la cancha, está bien. Todos los humanos merecemos nuevas oportunidades.
Su recorrido y su hoja de vida le permiten pensar en dirigir a cualquier equipo, y pronto lo veremos con la sudadera puesta. Pero el solo hecho de que exista la posibilidad de que lo haga al frente del equipo que representa a toda nuestra sociedad, es uno más de los capítulos increíbles de un país al que no lo sorprende nada.
Ya el presidente de la Federación, Luis Bedoya, aceptó que Bolillo es candidato para volver. Álvaro González, el hombre con más poder en nuestro fracasado fútbol, dice que Hernán Darío es el único capaz de llevarnos a Brasil. Si esto es verdad, entonces, ¿para qué lo sacaron? Esto solamente demuestra la falta de estrategia y buen manejo de nuestra dirigencia.
Lo cierto es que ni los números ni los hechos avalan su regreso. En su reciente etapa su rendimiento no llegó al 50% de efectividad, el equipo no alcanzó siquiera un gol anotado de promedio por partido y en la Copa América apenas le ganamos a la sub-23 de Costa Rica y a Bolivia. Jugamos bien frente a España, pero perdimos. Jugamos bien frente a Argentina en la copa, pero no ganamos. Fuimos eliminados por Perú. Lo anterior en lo deportivo, pero lo cierto es que el acto de agresión a una mujer no se puede pasar por alto. Comparar el caso de Bolillo con el de otros personajes que en su momento cometieron actos violentos y hoy ocupan altos cargos en el gobierno, no resiste análisis. Entre otras, porque estos personajes fueron sometidos a un proceso legal antes de reinsertarse a la sociedad, pero Gómez, a pesar de aceptar su reprochable acto y pedir perdón, no les ha demostrado a las mujeres que ha trabajado en pro de no repetir este comportamiento.
Los directivos nos siguen pegando abajo. Al Bolillo, a quien perjudican al nombrarlo, en un momento humanamente difícil para él, como único salvador posible de la debacle que ellos mismos llevan construyendo por año. A los patrocinadores, que no se van porque saben que si lo hacen, en la fila hay otros dispuestos a morder el anzuelo. A los aficionados, idiotas útiles que ponen de su bolsillo y su corazón, aferrados a un milagro, a cambio de nada. Al gobierno, que pone dinero para que la liga no se acabe y, a pesar de todo, se lo saltan por la faja. A los niños, que están lejos de ver en el fútbol el espejo de lo que debería ser una sociedad de bien. Y a nosotros, que cada día que pasa nos vemos obligados a hablar menos de fútbol y más de las torpezas de los dirigentes, que en ocasiones parecen los mejores momentos del show de Mr. Bean.
