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“¿Quién es el mejor deportista del año?”. La pregunta que lanzó don Mike Forero el 27 de diciembre de 1960, en la edición vespertina de este diario, parecía sencilla; pero en realidad escondía una definición profunda de lo que debía ser un atleta ejemplar. No bastaba con que corriera más rápido, saltara más alto o pegara más duro. Desde el comienzo, El Espectador dejó claro el propósito: el elegido debía representar “no solo el esfuerzo físico, sino también el don de gentes, que es básico para un caballero del deporte”.
Sesenta y cinco años después, ese “don de gentes” suena a expresión de otra época, pero quizá nunca fue tan vigente como hoy. Vivimos en tiempos de redes sociales, de múltiples pantallas abiertas al mismo tiempo, de distracciones permanentes y juicios sumarios en un par de líneas. El deportista de alto rendimiento ya no convive solo con la presión del rival y del marcador, sino con la mirada constante —y muchas veces despiadada— de millones de personas.
Este lunes tendré el honor de presentar, junto a Marina Granziera, una nueva edición de El Deportista del Año El Espectador y Movistar. Sobre el escenario veremos campeones, récords, medallas, títulos internacionales; pero detrás de cada nombre hay una historia de valores que, en el fondo, siguen siendo los mismos que imaginó Mike Forero cuando abrió la votación a punta de cartas que llegaban a la redacción: respeto, juego limpio, disciplina y la capacidad de inspirar a otros sin necesidad de gritarlo.
Hoy un Deportista del Año debe ser mucho más que un ganador. Debe saber perder sin buscar culpables, incluso cuando un país entero le cae encima desde el sofá. Debe entender que cada mensaje, cada foto, cada historia en redes construye un relato que impacta a niños y niñas que sueñan con imitarlo. Debe manejar la fama sin despreciar a quienes lo siguen y la crítica sin odiar a quienes lo cuestionan, incluso cuando la crítica se disfraza de insulto.
El viejo “don de gentes” de 1960 se llamaba caballerosidad; en 2025 podríamos entenderlo como empatía y responsabilidad. Empatía para entender que el hincha también sufre y se ilusiona, pero no merece ser tratado como enemigo. Responsabilidad para saber que la camiseta no es solo una prenda técnica, sino un símbolo que puede unir o dividir, cicatrizar o abrir heridas, según el comportamiento de quien la lleva puesta.
En un mundo lleno de distractores, el verdadero deportista del año es el que mantiene el foco en entrenar cuando la popularidad lo invita a relajarse. El que sigue llegando temprano cuando ya no necesita ganarse el puesto. El que respeta al rival incluso en la derrota más dolorosa. El que no usa las redes para incendiar, sino para construir. Y, sobre todo, el que se convierte en ejemplo para los demás sin siquiera proponérselo, simplemente como consecuencia de su verdadero amor por su disciplina, por el oficio de entrenar todos los días, lejos de los reflectores y los likes.
Mike Forero soñó con un premio que reconociera esfuerzo físico y don de gentes. Sesenta y cinco años después, El Deportista del Año sigue siendo eso: un espejo de lo que somos y de lo que quisiéramos ser como país. Ojalá que, cuando se apaguen las luces de la gala y se cierren las transmisiones, lo que quede no sea solo la foto del trofeo, sino la certeza de que todavía vale la pena creer en el deporte como escuela de humanidad.
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