El día después no tiene estadio lleno. No hay cámaras, música ni camisetas conmemorativas. Es silencioso. Lo entendí mejor este sábado, el día de la despedida de Mario Alberto Yepes, cuando entre abrazos, risas y recuerdos apareció una frase de Radamel Falcao García que quedó flotando en el aire: va a jugar, sí, pero todavía no sabe dónde. Dicha por uno de los futbolistas más admirados del continente, la frase tuvo algo de confesión. Como si, incluso antes del retiro definitivo, el vértigo del después ya estuviera tocando la puerta, pero sin avisar.
Hablé con varios exfutbolistas esa noche. Todos, sin excepción, coincidieron en lo mismo: lo más difícil no es colgar los guayos, sino despertarse al día siguiente. El día después. Cuando ya no hay rutina, ni vestuario, ni concentración, ni ese lugar tan claro en el mundo que te da el fútbol profesional. Cuando pasas, de un día para otro, de ser “el jugador” a ser simplemente alguien más, sin agenda ni horario.
El fútbol es una carrera precoz. Empieza cuando la mayoría de las personas apenas están en el colegio y termina cuando otros apenas están consolidando su vida laboral. Un futbolista se retira, en promedio, entre los 35 y los 38 años. Joven para la vida, veterano para el deporte. Ahí está el abismo. Mientras muchos piensan en ascensos, especializaciones o proyectos a largo plazo, el futbolista enfrenta una pregunta brutal y desarmante: ¿y ahora qué?
Algunos logran transiciones exitosas. Andrés Iniesta habló abiertamente del vacío que sintió al dejar el fútbol europeo, incluso después de una carrera perfecta. Fernando Torres confesó que no estaba preparado para el silencio del retiro. Carlos Valderrama, en su momento, encontró refugio en la vida pública y en el fútbol como relato permanente. Otros no la pasan tan bien. Hay quienes se pierden sin el aplauso, sin la adrenalina, sin ese sentido de pertenencia que da un camerino.
Por eso el caso de Falcao interpela. Porque no se trata solo de dónde jugará el último tramo de su carrera, sino de cómo se prepara para el final. Para el día después. Para una vida sin entrenamientos, viajes ni goles. Para entender que el valor propio no se acaba cuando se acaba el fútbol y que la identidad no puede depender solo del marcador.
El retiro no debería ser una caída al vacío, sino una transición acompañada. Mental, emocional y profesional. El fútbol, que tanto recibe de sus protagonistas, aún les debe una mejor red para ese momento inevitable. Prepararlos no solo para ganar, sino también para terminar su carrera con dignidad.
Porque el verdadero partido no se juega con guayos ni se gana con goles: se juega en silencio, cuando el aplauso se acaba.
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