Difícil, muy difícil resulta enamorarse de nuestro torneo colombiano de fútbol después de la magia del Mundial.
Es como despertarse de un hermoso sueño y acordarse de los problemas. Lo peor, no ayuda el nivel, no colaboran las canchas, no sirve el desorden institucional, aunque siempre existirán razones para volver a creer.
En primer lugar, es cierto, la magia de Iniesta, Xavi, Sneijder y demás, parece de otro mundo, la admiramos y hasta nos matriculamos con algún equipo o selección de acuerdo a cómo vayan pasando las cosas.
Pero es que al equipo de la tierra, al que seguimos desde pequeños, a ese no lo escogimos conscientemente, con ése nos matriculamos sin saber por qué, a ése le profesamos el más puro de los amores, ése que da y ya no espera recibir tras tantas derrotas y pocas victorias por recordar. Ese amor puro es el que nos mueve al estadio, al televisor, al radio para saber de las cosas que pasan con la divisa amada.
Tal vez por eso mismo es que el corazón se acelera desde el minuto uno sin importar que la divisa amada esté en la parte baja de la tabla y se juegue en un barrizal como el de Riosucio. Y seguro esa es la razón por la cual un gol del equipo amado nos levanta de la mesa como ningún otro, sin importar si es chambón, con la nariz o con la nalga, si el que lo convirtió tiene más pinta de carnicero que de futbolista y sin medir la importancia de ese tanto, porque su gol del equipo amado es un orgasmo propio, mientras un gol de Sneijder es bonito, elaborado, cinematográfico en la producción, tan de fantasía que termina siendo ajeno.
Por eso, no existen razones reales por las cuales pueda yo decirles que nuestro fútbol es mejor que el europeo y que muchos del continente. La fuerza que nos mueve es la del corazón, ésa que no sabe de razones sino de amores. Fue duro el contraste de la primera fecha de nuestro campeonato criollo una semana después del Mundial, pero ya nos acostumbraremos, ya nos encarrilaremos, ya nos enamoraremos.
